Mary y John llegaron temprano a la Alhambra. Era su sueño desde que leyeron a Washington Irving. Consiguieron ahorrar y, por fin, el viaje. Les hubiera gustado llegar directamente al aeropuerto de Granada, pero no hubo forma. Tampoco les importó. ¡Qué romántico, lo complicado que era llegar a aquella ciudad!
Les extrañó que, al pasar el móvil por el escáner, un guardia de seguridad les obligara a ponerse una pulsera electrónica.
—Es por su propia seguridad. Así están ustedes geolocalizados y, al terminar, se pueden descargar el recorrido en sus móviles.
A la caída de la tarde, tan extasiados como cansados -no se podían creer que no hubiera ni un área de descanso en toda la Alhambra y que las botellas de agua pequeñas se vendieran a 13 euros- esperaron la cola para que les que les quitaran la pulsera.
—Pero ustedes no han pernoctado en la ciudad— les espetó un nuevo guardia de seguridad—. Ni consta que hayan hecho gasto en la tienda de la Alhambra ni en ningún otro comercio granadino.
—Pues no. Llegamos a primera hora y no nos gusta comprar souvenirs…
—¡Ah, claro! Ustedes no son turistas, ¿verdad? Ustedes son via-je-ros… Pues sepan que, hasta que no acrediten unos niveles mínimos de consumo en los hoteles, bares y comercios de Granada, no les puedo quitar las pulseras. Y no se les ocurra intentar manipularlas: son pulseras inteligentes dotadas de un sofisticado mecanismo de descargas eléctricas que les aconsejo no experimentar.
Mary y John no daban crédito. Su vuelo salía en unas horas y no podían perderlo. Al borde de la deshidratación y después de recibir un par de chispazos cada uno, dejaron de discutir con aquel energúmeno y transigieron.
Preguntaron por espectáculos de ópera o conciertos significativos, restaurantes con estrellas Michelín, eventos deportivos, magnas exposiciones, representaciones teatrales de Lorca… Pero no había nada de aquello en Granada.
—¿Entonces, en qué quiere que nos gastemos nuestro maldito dinero?
—Si están cansados de piedras, les aconsejo el Museo de los Títeres y el de la Semana Santa. Mu bonicos… Además, Granada está llena de bares en los que, por nada de dinero, se pueden hinchar de tapas de carne en salsa y roscas de atún con tomate.
Noticia del viernes 15 de febrero de 2019: el gobierno español crea el Centro de Operaciones de Ciberseguridad. Su objetivo es, según el Centro Criptológico Nacional, la prestación de servicios horizontales de ciberseguridad que aumenten la capacidad de vigilancia y detección de amenazas en las operaciones diarias de los sistemas de información y comunicaciones de la AGE, así como la mejora de su capacidad de respuesta ante cualquier ataque.
Noticia del lunes 11 de marzo de 2019: nuestro gobierno crea una unidad para combatir bulos, noticias falsas y ciberataques con el fin último de evitar injerencias en las próximas elecciones, tanto en las generales como en las autonómicas y europeas. En dicha unidad se integran expertos de Seguridad Nacional y de diferentes ministerios: Exteriores, Interior y Defensa.
Noticia del martes 12 de marzo de 2019: el Ministerio de Defensa da parte a la Fiscalía de un posible ciberataque a su red informática interna. El incidente se encuentra ahora mismo en fase inicial de investigación y están trabajando sobre él tanto el Mando de Ciberdefensa como el Centro de Sistemas y Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (CESTIC).
Les confieso que leyendo todas estas noticias, además de algo bastante parecido al sudor frío, sentí un cierto deja vù. Porque todo esto yo ya lo he visto. Hace muy poco. En una película de la HBO: ‘Brexit: The Uncivil War’, de la que les hablé aquí, y en la cuarta temporada de una de las mejores series de la historia de la televisión europea: ‘Oficina de infiltrados’.
La película interpretada por Benedict Cumberbatch no es policíaca, pero hay que destacar la trama protagonizada por Cambridge Analytica, la tenebrosa empresa de Robert Mercer y Steve Bannon, con su opaco trabajo de minería de datos, análisis del big data y utilización del microtargeting a través de las redes sociales, dado que algunas de sus prácticas fueron calificadas como ilegales por las autoridades británicas.
La que sí entra dentro de nuestro rango temático es esa ‘Le Bureau des légendes’ de la que ya les hablé hace unos meses (leer AQUÍ) y cuya cuarta temporada es tan buena como las anteriores, si no mejor. ¿O será que estoy obsesionado con la cuestión del terrorismo cibernético?
Ha querido la casualidad que viera una nueva andanada de las aventuras de Malotru, el espía francés, justo cuando Granada se convertía en la capital oficiosa de la Inteligencia Artificial española, acogiendo un congreso en que se ha debatido sobre las potencialidades de esta revolución tecnológica y su dimensión ética.
Casualidad porque la trama más importante de la cuarta temporada de una de las mejores series de espías jamás filmadas tiene que ver, precisamente, con la colusión entre la IA y su injerencia en los procesos electorales y democráticos.
Al comienzo de la misma descubrimos a Malotru, el proscrito y repudiado miembro de los servicios secretos franceses interpretado por un magistral Mathieu Kassovitz, escondido en Rusia. No tarda en ser descubierto por los agentes del gobierno de Putin.
En Francia, sus antiguos compañeros entran en pánico al conocer la noticia, temiendo que les traicione. Sobre todo porque acaban de infiltrar a una agente en Moscú que les ha puesto tras la pista de un objetivo muy goloso: el centro de estudios ruso en el que la inteligencia artificial trabaja para influir en las elecciones de cualquier país del mundo.
En una reunión del máximo nivel de los servicios de seguridad franceses se discute si conviene o no infiltrar a un agente en dicho centro. Y asistimos al siguiente diálogo:
—“Excepcionalmente voy a citar a Putin: “quien se convierta en líder de la inteligencia artificial, será quien domine el mundo”. Es como si en los años 30 introdujésemos un agente en un centro de investigación nuclear ruso y volviera con los planos de su bomba atómica”.
No les cuento nada más sobre esta subtrama, en la que hay varios personajes implicados y enredados entre sí, incluyendo a esos hackers reconvertidos en servidores de la ley y el orden.
Por otro lado, hay una trama sobre islamismo radical y atentados terroristas protagonizada por un analista experto en interrogatorios… cuyo notable sobrepeso le pone en complicadas tesituras cuando tiene que actuar sobre el terreno. Tampoco faltan los conflictos habituales entre unos oficinistas cuyos trabajos, tantas veces al límite, contrastan con su existencia gris y burocrática.
Pero, ¿es para tanto lo la ciberguerra? Estoy convencido de que sí. Unos datos: a lo largo de 2018, el CNI contabilizó unos 38.000 ciberincidentes de diferente gradación dirigidos contra instituciones públicas y empresas de interés estratégico, lo que supone un 43% más que el año anterior. De dichos ataques, un 5% fue calificado como de peligrosidad muy alta y 102, críticos. Solo en enero de este año, el Centro Criptológico Nacional del CNI, identificó más de 4.000 incidentes cibernéticos.
Así las cosas, solo me queda una duda: ¿cómo es posible que los guionistas de ‘Oficina de infiltrados’ vayan por delante del gobierno español a la hora de calibrar la trascendencia de la ciberseguridad?