Resultó desagradable, molesto e incordiante, pero me gustó comprobar que en todos lados cuecen habas. Por ejemplo, con los taxis. Teníamos entradas para ver ‘El irlandés’, la obra maestra de Scorsese, en un cine de Sevilla. Me hubiera gustado verla en el Megarama de Granada, pero como estos días estamos fuera, compré las localidades para la sesión de las 20 horas del domingo, lo que nos permitía hacer turismo en la maravillosa ciudad hispalense antes de despedir la semana por la puerta grande.
Me quedé sorprendido al comprobar que teníamos que trasponer a un centro comercial de Sevilla Este, más allá de la mítica Avenida Kansas City. Preocupados, le preguntamos al taxista por la vuelta, pero nos dijo que no habría problema. Que saliéramos a la rotondilla y que, si no pasaban taxis, llamáramos a la centralita.
Como la película es larga, sin siquiera tomar una caña durante la que comentar la conmoción provocada por la sublime obra de arte que acabábamos de disfrutar, nos lanzamos en busca de la rotondilla… por la que no pasaba taxi alguno. En la parada de autobús aneja, otra pareja de ‘irlandeses’ esperaba el último servicio del 27. Un servicio que debía llegar y que, por supuesto, no llegó.
Llamamos a tele-taxi los unos y a radio-taxi los otros. Y nada. Que no había coches disponibles. Que había mucha demanda. ¿En domingo? ¿A las 23.30 de la noche? ¡Vamos anda! Entonces empezó a llover.
Tras más de una hora de vana, desesperante e infructuosa espera, vi lo que parecía un taxi deteniéndose al otro lado de la vía. Crucé los cuatro carriles a la velocidad de Usain Bolt y respiré aliviado al comprobar que se bajaban unos pasajeros y que el coche quedaba libre. Temiendo que saliera a escape, me puse delante de él, que el conductor no se fiaba de mi cara de enajenado, y no me aparté hasta que mis compañeros subieron a bordo.
Luego, en la habitación del hotel y tras una ducha caliente, lo echábamos a risas. Jajajá. Que nunca podremos olvidar, jajajá, el estreno sevillano de ‘El irlandés’. Jajajá.
Jesús Lens