El pasado miércoles, disfrutando con el periodista y novelista Víctor Amela de los proverbiales croquetones de ‘Los Manueles’, hablamos sobre la exposición del Centro Lorca dedicada al amor en la vida y en la obra del universal autor granadino. Víctor ha venido a presentar la edición de bolsillo de ‘Yo pude salvar a Lorca’ y, como tiene una agenda complicada, que anda de gira por La Alpujarra; me preguntaba si merecía la pena.
“Total y absolutamente”, le dije. “Es maravillosa. Está inmejorablemente concebida y la parte final, con la carta enviada a su último amor, Juan Ramírez de Lucas, El Rubio de Albacete, es sobrecogedora y emocionante. No te la pierdas”.
Estoy seguro de que Víctor se las habrá ingeniado para ver ‘Jardín deshecho. Lorca y el amor’, la muestra comisariada por Christopher Maurer. Como lo estoy de que le tiene que haber gustado, sí o también.
¿Han pasado ustedes por el Centro Lorca y se han sumergido en el universo amoroso de Federico? Miren que apenas queda un mes para que termine la muestra… Ojo: no se trata de una exposición espectacular, repleta de brillantes instalaciones y apabullantes audiovisuales. Es una muestra íntima en la que hay cartas, libros, dedicatorias, fotografías, dibujos y fragmentos de la obra de Lorca en la que el amor —y el desamor— es el gran protagonista. Del amor platónico al romántico. Y el deseo, ese deseo carnal y tórrido sobre el que tantas veces se pasa de puntillas.
A finales del año pasado, cuando trabajábamos en la propuesta para el espectáculo veraniego del Generalife, comenzamos con una frase que, a la postre, fue afortunada: “Federico amó durante toda su vida. Amó mucho, a muchas personas y de maneras muy diferentes. Amó torrencialmente y amó sin límites ni mesura. Federico también buscó que le amasen, que le quisiesen. Por todo ello, el amor es uno de los temas esenciales en su obra y representar el amor lorquiano es devolverle la vida Federico, una y otra vez, hacer que siga habitando en nuestros corazones”. Aquí lo contamos.
2019 pasará a la historia por ser el de la pasión y el amor lorquianos. Disfruten de ello en la exposición del Centro de la Romanilla. Es una gozada.
Estaba sentado en una banqueta, leyendo tranquilamente mi periódico sobre una mesa alta, en una anónima cafetería de Huelva. Apuraba mi segundo café de la mañana, después de haber dado buena cuenta de una suculenta tostada de jamón con aceite y tomate, uno de los cambios gastronómicos introducidos en mi dieta tras despedir a la mixta con mantequilla y mermelada de toda la vida.
En el periódico había un artículo interesante que quería guardar, por lo que rasgué la hoja correspondiente. Tras años y años de concienzuda lectura de la prensa escrita, soy un maestro del recorte de papel a mano alzada, si me permiten la inmodestia.
Mientras guardaba el recorte en el bolsillo del forro polar, me topé con la sorprendida mirada de la dueña de la cafetería. Por un momento pensé que se había quedado admirada por mi habilidad en el recorte, tan pulcro con el papel de periódico como Messi con un balón de fútbol. Pero no. Estaba indignada y, con la mirada, buscaba al camarero de detrás de la barra.
“¡Ese periódico será suyo…!” me espetó con rabia, su boca a escasos centímetros de mi cara. Era una mezcla de pregunta, afirmación y airada exclamación. “Por supuesto”, le contesté. Pero no se lo terminaba de creer y, una vez que había hecho contacto visual con el camarero, volteó el periódico para comprobar que no era el de la casa. Cuando se quedó convencida, masculló un prácticamente inaudible “disculpe” y, con una sonrisa nerviosa, volvió detrás de la barra.
Llegados a ese punto, una extraña mezcla de sensaciones me recorría el cuerpo. Por un lado, me pareció inadmisible el comportamiento de la señora. ¿No podía haber buscado el periódico de su casa y comprobar si estaba en perfecto estado de revista, antes de tener la grosería de coger el mío, dudando de mi palabra?
Por otra parte, además de moralmente victorioso, me sentí el legítimo y orgulloso propietario de algo tan valioso que, de no ser yo tan apocado y achantado, habría acabado en sonora bronca dialéctica. En raras ocasiones una inversión inferior a dos euros me ha hecho sentir tan rico y afortunado.
En ocasiones, me cuesta reconocerme. Me pasó, por ejemplo, el pasado lunes por la noche, en la animada barra del restaurante Azabache de Huelva, cuando me descubrí pidiendo unas alcachofas con virutas de jamón. Lo hice de forma voluntaria, sin que nadie me presionara para ello. Y ya les digo que fue un acierto absoluto, que estaban tiernas y jugosas, rebosantes de sabor y texturas.
La ‘culpa’ de una petición tan singular la tuvo otro vegetal, como no podía ser de otra manera. El sábado nos dimos el gustazo, en el sentido literal y en el metafórico de la palabra, de visitar Acánthum, restaurante con estrella Michelin de Huelva donde oficia Xanty Elías. Su menú degustación, Ecosistema, largo y exquisito, apuesta por los productos de la tierra y de mercado en una reinterpretación contemporánea.
Aunque los 18 pases del menú son soberbios, si tuviera que elegir, me quedaría con dos de las propuestas: la corvina, pescado del que luego hablaremos, y una auténtica locura, su plato más freak, así definido por el propio Xanty: una coliflor con regaliz y foie grass, con toques de chocolate, que te transportaba a un mundo gustativo diferente a los habituales.
Si una coliflor nos había propulsado a la estratosfera, ¿por qué no darle una oportunidad a las alcachofas? No habíamos terminado de dar la última pinchada al plato, cuya superficie abrillantamos con una buena mojaílla con pan –ese aceite no se podía dejar pasar– cuando ya pensábamos en las alcachofas de nuestra Vega de Granada. ¿Dónde, cómo y cuándo probarlas, ahora que ha empezado su temporada? Ahí lo dejo, de momento.
Volvamos a la corvina. La primera vez que probé este pescado fue precisamente en Huelva, hace bastantes años. Me encantó la firmeza y el sabor de su carne, que comí sin aderezo alguno, directamente cocinada sobre las brasas. No se estilaba la corvina en Granada por aquellos entonces. Después, cuando las lubinas y las doradas salvajes se pusieron por las nubes, empezó a haber corvina por todas partes. Algunos de nuestros cocineros hablan, incluso, de una auténtica burbuja que no tardará en explotar.
La he vuelto a probar, sobre todo, en ceviche. Pero siempre que voy a Cádiz o a Huelva, me gusta disfrutar de unos buenos tacos de corvina a la plancha, rememorando aquella pérdida de la inocencia con un pescado que siempre me ha resultado muy cárnico y sabroso. De los que tienen chicha para masticar. De los que no necesitan salsas ni aderezos para conquistar el paladar. En Acánthum la preparan con ortiguilla y ajo frito. Una delicia. Pero ya les digo: en cualquier buena barra, frita o a la plancha, es un acierto seguro.
Y nos quedan las coquinas, ofrecidas como fuera de carta. Cuando te ofrecen marisco fuera de carta, ojo. Aunque no hablemos de cigalas o gambas –el precio de la gamba blanca de Huelva era prohibitivo, por cierto, quedándonos con todas las ganas de probarlas– siempre impone respeto arriesgarse a pedirlo, cuando no te dicen el precio por anticipado. En este caso, nos salió bien la jugada. Es lo que tienen los restaurantes que trabajan con producto de mercado. Cuando entra, bien. Pero cuando no entra…
Me encanta la coquina. De los productos de la mar –y de lamer– es uno de mis favoritos. Resulta sabrosa, suave y no harta. Salteadas con ajos y aceite, en estos días fríos y lluviosos, es un auténtico manjar.
Este año ya no viajo más. En Huelva he terminado un recorrido muy amplio que, en los últimos meses, me ha llevado a Málaga, Cádiz, Sevilla y Murcia, con un salto a Berlín. Para los amantes de la buena comida, los viajes tienen un aliciente especial: disfrutar de platos diferentes a los habituales. Hacer un alto en el camino y comerte un buen codillo berlinés, unos chocos o unos langostinos picantes entre la visita a una catedral, un paseo por el campo o el descubrimiento de un castillo medieval, no tiene precio.
Ser un buen Gastronómada hace que el momento de las comidas no se convierta en un mero trámite que cumplimentar para coger fuerzas y seguir adelante. Para los Gastronómadas, la comida es un objetivo de por sí que contribuye a enriquecer la jornada, dándole calor, color y sabor. Además, al volver a casa, retomar los sabores de siempre tiene un regusto especial. Por ejemplo, los pucheros, las citadas alcachofas y las croquetas caseras, de las que no deberíamos tardar en hablar.
—Espera, chiquilla, que me había olvidado las gafas de sol…
—¿Las gafas de sol? ¿Estás tú tonto o qué? ¡Si son las ocho de la tarde!
—¿No habías dicho que íbamos a ir a lo de las luces de Navidad? Pues yo no paso por ahí sin las gafas de sol, que Antonio Miguel todavía no ve bien después del fogonazo que le pegó…
—Anda que no eres exagerado…
—Ya, ya. Exagerado… Luego me lo cuentas.
Por si las moscas, Aurora decide que lo mismo no está de más echar las gafas de sol en el bolso. Mayormente por no tener que oírle, llegado el caso. Mientras las busca, Manuel Pablo enciende la tele.
—¡Manuel Pablo, vamos que ya sí que llegamos tarde! ¡Levanta ese culo aplanchetao del sofá!
—¡Espera, espera, que está Juanma en la tele!
—¿Qué Juanma?
—¿Qué Juanma va a ser? Moreno Bonilla, en la Cumbre del Clima de Madrid.
—¿Y qué hace allí?
—Intervenir.
—Intervenir, ¿dónde?
—En la tribuna de oradores. Explicando la Revolución verde, un compromiso de acción por el clima desde Andalucía.
—¡Anda ya, so flipao! Si estuvo hace dos días en el encendido de las luces de Málaga, dándole caña al tinglado y metiéndole billetes por un tubo a las eléctricas.
—Eso sería antes de ayer. Hoy es un revolucionario verde.
—¿Habrá visto la luz?
—O habrá visto a Greta…
Manuel Pablo y Aurora, por fin salen de casa. El choque térmico es brutal. A ellos les gusta sentirse a gusto en su salón. Que pequeño, pequeño; no es. Les gusta estar en manga corta, que no hay como llegar al hogar y sentir su calor, después de quitarse las pellizas, las bufandas y los saquitos.
—¿No íbamos a ir dando un paseo?
—¿Con este frío? Ni de coña. Anda, tira para adentro y bajamos por el coche.
—¿Y dónde vamos a encontrar aparcamiento, en el centro, a estas horas?
—En el centro no lo sé. Pero en el centro comercial…
La novela picaresca, de acuerdo con esa fuente inagotable de conocimiento que es la Wikipedia, es un subgénero literario narrativo en prosa muy característico de la literatura española. Surgió en los años de transición entre el Renacimiento y el Barroco, durante el llamado Siglo de Oro de las letras españolas.
No vamos a forzar las cosas defendiendo que novelas como el Lazarillo de Tormes o el Guzmán de Alfarache son antecesoras de ese género negro y criminal que tanto nos gusta, pero sí que comparten una misma filosofía: narrar las miserias sociales del momento y contar con pelos y señales lo que pasaba en la calle, haciendo escarnio de los ricos y poderosos.
Los protagonistas de esta modalidad de novela son los llamados pícaros, antihéroes de baja extracción social y provenientes de lo que hoy llamaríamos familias desestructuradas. Delincuentes y maleantes que no dudan en cometer cualquier tropelía en aras de mejorar su fortuna o, al menos, de encontrar un chusco de pan que echarse a una boca en la que no es de extrañar que falte algún diente.
Tras el empacho del ideal caballeresco impuesto por la literatura anterior, con el hidalgo como protagonista de tramas justicieras repletas de heroísmo, el género picaresco baja la literatura a la tierra y, a partir de su realismo a ultranza, se trufa de humor negro, sátira social, naturalismo y un cierto pesimismo existencial: por mucho que haga para mejorar su situación, el pícaro está condenado a ser un nuevo Sísifo. Por alto que parezca subir en la escala social, terminará volviendo a morder el polvo y a chapotear en el barro, golpeado, machado y vilipendiado por las circunstancias.
Epítome de la figura del pícaro fue el Buscón llamado Don Pablos, surgido de la fértil y portentosa imaginación de Don Francisco de Quevedo, cuyas andanzas y desventuras nos contó en una novela esencial que terminaba así: “determiné de pasarme a Indias a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte”. Un clásico, eso enviar al protagonista a tierras de posibilidades ilimitadas, en busca de más y mejores aventuras. ¿O desventuras?
Porque Quevedo ponía la siguiente puntilla a su Buscón: “Y fueme peor, como usted verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres”. Una segunda parte que no se publicó… hasta 400 años después de aquella promesa, cuando el guionista de cómic francés Alain Ayroles y el dibujante granadino Juanjo Guarnido retomaron las andanzas de Pablicos por el nuevo continente.
El próximo sábado, 7 de diciembre, a las 18 horas, en la librería Cómic Stores, tendremos a Juanjo Guarnido de vuelta en Granada, para hablarnos sobre la génesis y la ejecución de este auténtico viaje en el tiempo que, cuatro siglos después, nos devuelve a la vida a uno de los personajes esenciales de la literatura picaresca española.
Y es que nos encontramos ante ‘una segunda parte de la Historia de la vida del pícaro llamado Don Pablos de Segovia, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños; inspirada en la primera, tal y como en su tiempo la narrara don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, caballero de la Orden de Santiago y señor de Juan Abad’, tal y como reza la portada de un cómic soberbio, tanto por lo que cuenta por cómo lo cuenta.
Tras un prólogo que enlaza con el final de la novela, el cómic de Ayroles y Guarnido arranca con nuestro Buscón a bordo de la embarcación que lo llevaba a América, en busca de la buena fortuna. Ahí está Pablicos, acompañado de la Grajalita con la que trata de emprender una nueva vida, haciendo trampas con los naipes, para (no) variar.
Arrojado al mar por la iracunda marinería, harta de ser engañada por el pícaro buscavidas, así le escuchamos rezar a nuestro (anti)héroe: “la vida del villano es como yegua penca: uno cree tenerla por las riendas, pero la muy empicada se acula… ¡pensabais hacer esto? Haréis aquello. ¿Queríais ir allá? Es aquí que ella os trae”…
Un aquí bastante poco prometedor, la verdad sea dicha, que la siguiente vez que vemos a Pablicos nos lo encontramos muy desmejorado, macilento y greñudo, con los ojos hundidos en el famélico rostro y unas luengas y piojosas barbas que acreditan lo mal que le ha ido, efectivamente, en su nueva / vieja vida. Detenido, preso y atado a un potro de tortura, el Buscón cuenta su historia, repleta de penalidades… otra vez.
Tras partes tiene este nuevo Buscón: una primera, protagonizada por las picardías del pícaro en el Nuevo Mundo. Una segunda, en forma de viaje. Porque quienes hacían las Américas no se conformaban con su destino y se lanzaban en busca del mítico El Dorado que tantas leyendas ha deparado a lo largo de la historia.
Y está la tercera parte. La parte que deja al lector con la mandíbula desencajada. La parte que hace que te estalle la cabeza y que, nada más cerrar el tebeo y asimilar lo que has leído, lo vuelvas a abrir por la primera página, excitado por volver a empezar. Esta vez más despacio, deteniéndote en los detalles y disfrutando del precioso trenzado que nos regalan Ayroles y Guarnido. Y es que esta continuación del Buscón, sin lugar a dudas, le habría encantado al mismísimo Quevedo. Yo, al menos, me apostaría unos maravedíes…
Compren. Compren ‘El Buscón en las Indias’, publicado por Noma Editorial y léanlo. Poseídos por el ansia viva, la primera vez. De una manera más pausada, reflexiva y juguetona, las siguientes. Entren en el juego de espejos que nos plantean Ayroles al guion, con innumerables referencias a mil y una míticas aventuras de todos los tiempos; y Guarnido a los pinceles. Busquen rostros familiares, guiños inconfundibles, metáforas ocultas. No se arrepentirán.