Tengo dudas de cómo pasar este cuasipuente perimetral. Ayer, al terminar mis clases, hacía una mañana tan buena que decidí no limitarme a ir del curro a casa, como recomiendan esas autoridades más o menos sanitarias que, después, van a su aire y hacen lo que les viene en gana. Si había estado dos horas fuera de mi cueva, produciendo, era justo darme un paseo por las calles y disfrutar de las buenas temperaturas. Un lujazo.
Me acordé de las palabras de una de las participantes en el foro de ciudades creativas de la UNESCO del miércoles, que hablaba del redescubrimiento de la ciudad con motivo de la pandemia. De cómo los vecinos de los barrios hemos sido más conscientes de nuestro entorno. Primero, cuando estábamos confinados y lo echábamos de menos. Después, cuando solo podíamos alejarnos un kilómetro de nuestro domicilio.
Estos próximos días festivos, el cierre perimetral y el confinamiento en nuestros núcleos urbanos nos obligan a no salir de nuestros pueblos y ciudades. Por supuesto, habrá un número X de listillos que ya estén planeando la mejor ruta para burlar a Policía y Guardia Civil y escaparse a la playa o a la montaña. La mayoría, sin embargo, seremos buenos ciudadanos –esclavos sumisos, que dirán los libertarios de salón– y nos quedaremos en casa.
Como les decía, tengo dudas de cómo pasar estas jornadas. La prudencia, las culebreantes y mareantes cifras de contagios y el terrorífico número de fallecimientos que nos asolan son argumentos irrefutables para salir lo menos posible y encerrarnos a ver películas, escuchar discos, cocinar, leer y dormir. Pero la tentación de la Alhambra abierta solo para granadinos es muy golosa. Como la posibilidad de deambular por sus bosques o por un Albaicín y un Realejo sin atascos.
¿Será factible conseguir mesa en una terraza soleada y, además, con distanciamiento social? Previendo un probable confinamiento de aquí a nada, ¿nos adelantamos a los acontecimientos y nos autoconfinamos ya o disfrutamos, con la máxima prudencia, de estos días en libertad?
Es triste decirlo, o quizá no, pero Borat y su hija me representan más y mejor que toda esa panoplia de beautiful people que, en pleno estado de alarma, cierre perimetral y toque de queda; se juntó en el Casino de Madrid para homenajearse a sí misma. El magno y dorado salón cumpliría con todas las medidas sanitarias, pero esos rostros sin mascarilla y esos cuerpos sin respetar la distancia social son buena prueba de que castizos y descastados vivimos en universos paralelos cada vez más distantes.
De ahí que me sienta más y mejor representado por Borat y su hija Tutar, embarcados en un nuevo y delirante viaje por los Estados Unidos de este surrealista 2020.
¿Se acuerdan de la que se armó en 2006 con la primera película protagonizada por el personaje creado por el humorista británico Sacha Baron Cohen? Pues si ven su secuela, recientemente estrenada en Amazon Prime Video, van a flipar. Da lo mismo lo que les hayan contado o lo que hayan podido leer en la prensa. Verla es toda una experiencia.
Borat es un personaje al que podríamos describir como nauseabundo. Es machista hasta el delirio, negacionista del Holocausto y profundamente racista. Con ese aval y autoerigido como el segundo periodista más importante de Kazajistán, se embarcó en una gira por los Estados Unidos para demostrar que no hay tanta diferencia entre lo que piensa y opina él y lo que piensan y opinan amplias capas de la población norteamericana.
Y así llegamos a la subsecuente secuela de aquel delirio, estrenada mundialmente unos días antes de las elecciones estadounidenses. Además de los asuntos ya mencionados, Borat, que en esta ocasión viaja acompañado de su hija quinceañera; pisa callos en los ambientes antiabortistas, entre las mujeres conservadoras y en los reductos negacionistas y conspiranoicos más conspicuos.
Borat 2 está filmada durante la pandemia y el espectador duda si lo que ve en pantalla ocurrió realmente o está todo dramatizado y pactado; si responde a un guion previo. Hasta que llega la celebrada y comentadísima secuencia de Rudy Giuliani, el abogado de Trump, que no deja lugar a las dudas ni a la interpretación. ¿O sí?
Vean ‘Borat 2’. Si no tienen Amazon, suscríbanse gratis durante el mes de prueba. No les voy a decir que pasará a la historia por sus méritos artísticos y cinematográficos, pero como documento de lo que está pasando en el mundo, resulta impagable.
Siempre he defendido la necesidad de que Granada sea una ciudad creativa a todos los niveles, atractiva para el talento e imán para creadores de las más diversas disciplinas, artísticas y científicas. Desde que leí a Richard Florida y sus teorías sobre el crecimiento económico de las ciudades con capacidad para atraer a las clases creativas, sigo con mucha atención todo lo que tiene que ver con el tema. Por ejemplo, este artículo para IDEAL, del 2009.
De ahí que me haga una especial ilusión participar esta tarde en el I Encuentro de artistas de la red de ciudades creativas Unesco en España, invitado por el equipo que Jesús Ortega dirige en Granada. Será on line, a las 19 horas, y se podrá seguir por YouTube a través del canal de Terrassa City of Film. Mi mesa tratará de responder a una pregunta: ¿Imaginamos? El futuro de las ciudades creativas. Aquí escribí sobre un concepto que podría haber hecho fortuna: Crean en Granada.
En este encuentro participamos personas de diferentes ámbitos creativos de ciudades como Bilbao, Terrassa, Barcelona y Llíria y, espero, resultará interesante y esclarecedor.
El diálogo parte de una premisa con la que estoy muy de acuerdo: la creatividad como base fundamental de las estrategias de desarrollo sostenible para las ciudades. A partir de ahí, se trata de hablar de cómo nos ha afectado el confinamiento y la crisis abierta por la pandemia. De la ciudad como continente y contenedor, pero también como generadora de contenidos. Y del futuro, claro.
Tengo más o menos claras un par de ideas, un par de mensajes. Empezaré hablando de los peligros de la ciudad escaparate y de las oportunidades que nos brindaría ser una auténtica ciudad creativa, apoyada en su Universidad y en su larga tradición histórico-artística y monumental, pero que no puede limitarse a mirar hacia atrás.
Quiero hablar de liderazgo (y de la falta de) y de la importancia de los proyectos a medio y largo plazo, algo que no existe en nuestra ciudad, excepción hecha del Festival Internacional de Música y Danza. Pero, sobre todo, quiero escuchar al resto de participantes. Conocer qué se hace en otras ciudades creativas españolas. Y aprender de ellas, de su ejemplo, experiencia y mejores prácticas.
Enhorabuena a la red de ciudades creativas de la Unesco en España por invitarnos a parar un rato y reflexionar sobre todos estos temas. Bien es cierto que, al calor de una cerveza fría, juntos y cara a cara, reflexionaríamos mejor; pero en tiempos de pandemia, la pantalla se convierte en una inmejorable aliada.
Ha sido la serie del año del mes de octubre, con permiso de ‘Patria’, que fue la serie del año de septiembre. Hablamos de ‘Antidisturbios’, una intensa miniserie de seis episodios creada, escrita y dirigida por Rodrigo Sorogoyen que, desde su estreno en el Festival de Cine de San Sebastián, ha provocado un alud de reacciones y comentarios para todos los gustos. Y disgustos. Por ejemplo, de quienes abogan por aplicarle la detestable cultura de la cancelación, como denunciábamos AQUÍ hace unos días.
Esto que les sugiero es harto complicado, pero traten de ver ‘Antidisturbios’ sin condicionamientos apriorísticos. Intenten hacer oídos sordos a lo que se ha dicho sobre la serie por parte de representantes sindicales de la Policía o de determinados políticos independentistas que tratan de arrimar el ascua de la polémica a su siempre interesada sardina ideológica.
Cada parte hace una interpretación ideológica, partidista y política de una serie que tiene miga, calado y fondo. Pero obvian lo más importante: ‘Antidisturbios’ es una serie prodigiosa, impecable desde el punto de vista narrativo y cinematográfico, cuyas imágenes transmiten sensaciones físicas al espectador.
Como muestra, dos momentos. En el primer episodio se cuenta la ejecución de un desahucio en una corrala de Lavapiés por parte de un grupo de las Unidades de Intervención de la Policía, la UIP. La tensión en el ambiente es palpable desde el primer momento. La cámara parece un personaje más, incrustada entre los policías, sometida a la presión de los unos y de los otros. Sabes que algo va a pasar. No sabes qué, cómo o cuándo, pero la nerviosa dirección de Sorogoyen te mete la incertidumbre y el nervio en el cuerpo.
Lo mismo ocurre en el episodio en que los antidisturbios tratan de controlar a un grupo de hinchas franceses de fútbol. La tensión se deja sentir desde el primer instante: la violencia verbal y los insultos, la presión, los gritos, los empujones…
Y, sin embargo, el eje principal sobre el que se asienta ‘Antidisturbios’ tiene menos que ver con ellos que con la trama de corrupción destapada desde una unidad de Asuntos Internos. Protagonizada por la actriz Vicky Luengo, la verdadera protagonista de la serie es Laia. De hecho, con ella se abre la narración, en la extraña secuencia de la partida familiar de Trivial, de tintes surrealistas, pero que tan bien funciona a la hora de describir a Laia. Y ojo a ese secundario que, con barbita recortada, gorra y gafas, es un indisimulado trasunto de Villarejo.
Decía antes que ‘Antidisturbios’ ha sido creada, escrita y dirigida por Rodrigo Sorogoyen, artífice de aquella otra obra maestra sobre la corrupción que es ‘El reino’, una de las grandes películas españolas de los últimos años, ganadora de un buen puñado de premios Goya y de la que escribí en su momento mucho y bien. (Leer AQUÍ). Como tipo listo que es, el cineasta ha vuelto a contar con la guionista Isabel Peña y con el músico Olivier Arson, que ya trabajaron con él en ‘El reino’. ¡Y menuda impronta dejan!
Las largas conversaciones grupales pespunteadas por una música hipnótica entre lo industrial y lo ambiental, son marca de fábrica del trío Sorogoyen-Peña-Arson. Esas conversaciones que arrancan de forma festiva y que se van tensando hasta acabar entre empellones y amenazas, cabeza contra cabeza. Esos diálogos eléctricos convertidos en interrogatorios. La desconfianza, la paranoia, la tensión…
Se critica de ‘Antidisturbios’ que los protagonistas son alcohólicos y drogadictos. ¿O será que en determinados momentos algunos de ellos —los más— se toman unas copas y otros —los menos— se meten unas rayas? Se critica a la serie porque muestra su vena violenta, demasiado histéricos todos, proclives al porrazo fácil. ¿Y su otra cara? La del padre que no deja de estudiar para ascender mientras trata de conciliar. La de la familia de vive separada a la espera de un traslado. La de la profesional comprometida que echa más horas que un reloj mientras ve cómo se descompone su relación de pareja…
No conozco la UIP ni a ninguno de sus miembros. No sé si la serie es fiel reflejo de su trabajo o no. Desde Movistar insisten en que es ficción para tratar de rebajar la intensidad del debate generado a su alrededor. Por mi parte, me creo lo que cuenta y me gusta cómo lo cuenta. Me siento involucrado y partícipe, más allá de ser un mero testigo presencial. Y eso no es nada fácil de conseguir.
Quiero insistir en la cuestión de la banda sonora. Cuando he visto que el parisino Olivier Arson, que combinó estudios de ingeniería informática con Bellas Artes, pasó dos años en Islandia para grabar su primer disco, me ha cuadrado todo. En la línea de artistas polifacéticos como el fallecido Jóhan Jóhansson o de la maravillosa Hildur Guonadóttir, que lo ganó todo con la banda sonora de ‘Joker’; su música resulta visual, táctil e hipnótica; contribuyendo a arrastrar al espectador al interior de la pantalla. (AQUÍ, un poco más sobre esta nueva música de y para el cine).
Por una vez, y ojalá sirva de precedente, la nueva serie del año responde a la expectativas y se muestra a la altura del debate generado en torno a ella.
En estos meses no he leído ni escuchado a un solo científico que defienda o avale el cierre de los parques públicos de nuestros pueblos y ciudades como medida eficaz en la lucha contra la pandemia. ¡Ni uno! Y, sin embargo, ahí los tenemos en Granada, chapados a cal y canto.
Vale que, por las noches, los parques podían acoger botellones. ¿No era suficiente con cerrarlos en horario nocturno? También dicen que las superficies de los columpios y los aparatos de deportes pueden contaminarse y transmitir el virus. ¿No bastaría, pues, con clausurar esas instalaciones, dejando el resto de los parques para uso y disfrute de la gente? Un uso controlado y vigilado, como el resto de espacios públicos de nuestro entorno, por otra parte.
Mientras médicos y científicos abogan por la ventilación a ultranza y por evitar los espacios cerrados a toda costa, aquí se cierran los parques y se deja abierto todo lo demás. Muy consecuente todo.
En teoría, esta mañana ha comenzado el cierre perimetral de Granada capital y otra treintena de municipios del área metropolitana, sin que esté permitido moverse entre los municipios afectados excepto por circunstancias muy tasadas.
Eso hace, por ejemplo, que una inmensa mayoría de ciudadanos no podamos ir a los cines de la cadena Kinepolis, dado que están en los términos municipales de Armilla y de Pulianas. De hecho, los grandes centros comerciales quedarán para uso exclusivo de sus propios vecinos. O deberían. Salvo que haya alguna cláusula o excepción que no nos hayan contado.
En Granada estamos en un momento crítico. Las cifras son demoledoras y los 1.361 casos nuevos contabilizados en las últimas 24 horas demuestran que estamos fracasando estrepitosamente. Todos. Le preguntes a quién le preguntes defiende que lo está haciendo bien, él en particular y en su sector en general. Se nos ha llenado la boca hablando de seguridad —todo era seguro en Granada, además de posible— pero la realidad es la que es y deberíamos quitarnos la venda de los ojos.
El presidente del Gobierno insistió ayer en lo que todos sabemos que hay que hacer, pero tanto trabajo nos cuesta llevar a la práctica: reducir el contacto social a lo imprescindible.
Dado que la noche está vedada y tenemos prohibido salir de los límites urbanos, subir a la Sierra o bajar a la playa, ¿no podrían abrir los parques para que podamos siquiera pasear mientras disfrutamos de algo parecido a la naturaleza?