Tarde, mal y nunca

De verdad de la buena que trato de no escribir sobre la Cosa. Hago por buscar otros temas, otros enfoques, otros protagonistas. Estos días les he contado sobre el Javier Reverte viajero y escritor, el Sean Connery más negro y criminal, las colas crecientes en buena parte de los ámbitos de nuestra vida y hasta de la posibilidad de viajar en el tiempo.

Hoy les quería comentar una buena noticia: la inclusión del acelerador de partículas en los Presupuestos Generales del Estado y en las cuentas de la Junta de Andalucía, pero ¿cómo no escribir sobre la aberrante tragedia cotidiana que estamos soportando en Granada? Ayer, 26 muertos. El día anterior, 19. ¡98 personas fallecidas por la Cosa en la última semana! Los hospitales saturados, los contagios disparados y las residencias en jaque. No sé si habrá una explicación a lo que está pasando en Granada, pero el hecho cierto es que las severas medidas implementadas desde hace semanas no están surtiendo efecto.

¿En qué está el presidente de la Junta de Andalucía?

Así las cosas, no entiendo la inacción de la Junta de Andalucía frente a este insoportable escenario. Llevamos días y días escuchando la misma cantinela de Juanma Moreno y Juan Marín, que no se cansan de anunciar nuevas (y futuras) medidas que, en Granada, ya llegan tarde, mal y nunca.

Igualmente pasmoso resulta el inaudito silencio de un alcalde que se hartó de repetir hasta la saciedad que Granada era una ciudad segura cuando dábamos cifras de contagios muy amenazadoras. No deja de asistir a reuniones variopintas, presenciales y telemáticas, de inaugurar exposiciones, celebrar los goles del Granada C.F. y hablar de Venezuela. Sobre la terrible actualidad de la pandemia, sobre qué hacer, sin embargo, no dice esta boca es mía.

La oposición municipal también debería manifestarse y comprometerse de una forma clara. Seguir haciendo lo mismo no es una opción. Es necesario tomar medidas dolorosas e impopulares. Cuanto más tarden en llegar, peor será. Más durarán. Más daño causarán. Lo sabemos todos. ¿A qué esperan?

Jesús Lens

 

Viajar en el tiempo es posible

Es uno de los grandes anhelos de la humanidad. Viajar en el tiempo. A los más curiosos les gustaría adelantarse a lo que está por venir. Otros preferirían volver al pasado para revivirlo. Y, en algunos casos, cambiarlo para tratar de mejorar el presente.

Por ejemplo, si tuvieran una máquina del tiempo a su disposición y al margen de las teorías negacionistas, ¿no viajarían al Wuhan de 2019 en busca de aquella sopa de murciélago o pangolín y derramarían el caldero en que se estuviera cocinando? O, si son conspiranoicos y aficionados al cine de Christopher Nolan, ¿no irrumpirían en el laboratorio del que salió el virus armados hasta los dientes?

Otra posibilidad sería viajar al futuro para hacerse con la vacuna, bien testada y probada, y acelerar el proceso de erradicación de la pandemia. Máxime ahora que sabemos que, en Granada, casi el 30% de las pruebas de coronavirus que se hacen dan positivo.

También conocemos los graves riesgos que conlleva interferir en el tiempo. De la célebre paradoja del abuelo a las imprevisibles consecuencias de utilizar en el presente tecnologías traídas del futuro. Habría que ser más cautos viajando en el tiempo que conduciendo por una carretera sinuosa y llena de curvas en una noche de ventisca.

Sin embargo, hay otra forma de viajar al pasado con el fin de modificar el curso de los acontecimientos. Es más segura y menos peligrosa… sobre el papel, que también tiene sus riesgos.

Este viaje en el tiempo comienza con una pregunta: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué estamos en esta situación? ¿Qué hicimos mal? ¿En qué nos equivocamos?

Si el viajero en el tiempo es honesto e inteligente y se esfuerza de verdad, a través de un análisis certero de lo acontecido en el pasado será capaz de descubrir fallos y errores que le permitirán averiguar dónde metió la pata. Cuándo se jodió el invento. Y eso le conduciría a plantearse qué haría, llegado el caso, para conseguir resultados diferentes. Y mejores.

¿Altera eso el presente? Directamente no. Pero sí puede modificar un futuro más o menos cercano. Aplicar la experiencia y la sabiduría acumuladas para cambiar el previsible curso de los acontecimientos es una modalidad de viaje en el tiempo a través de la que el pasado contribuye a la consecución de un futuro mejor. Para no liarme más: vuelvan a ver ‘Atrapado en el tiempo’, la película del día de la marmota, y así nos entendemos.

Jesús Lens

Las largas colas

La larga cola es un concepto referido a un modelo de negocio que, en su momento, rompió con los estándares comerciales al uso y en el que se basa el éxito de Amazon, por ejemplo. En vez de colocar los productos en muy poco tiempo, pegar el pelotazo y rotarlos, con la larga cola se trata de hacer muchas ventas de muchos productos a lo largo de mucho tiempo.

Siempre me gustó ese concepto, pero de un tiempo a esta parte le estoy cogiendo manía a todo lo que suena a cola. Caí en la cuenta justo ayer, después de ver el noticiario satírico de Bill Maher en el que se hablaba de las colas kilométricas para votar anticipadamente en los Estados Unidos. Una imagen refrendada en la portada de la revista semanal The New Yorker, que muestra una serpenteante e interminable cola de votantes en un entorno urbano.

Será por eso que, al salir a la calle, estaba especialmente receptivo a la cuestión de las colas crecientes. Por ejemplo, en la puerta del consultorio médico de Poeta Manuel de Góngora. O en Correos, en Puerta Real. O en la puerta de cualquier oficina bancaria. Miraba las colas, inmóviles, y calculaba el tiempo infinito que iban a pasar allí aquellas personas.

Que dirán ustedes que es por la Cosa. Y sí. Pero no: antes, ya había que hacer colas eternas para casi todo, sacando número para ver la vida pasar durante un buen rato. Las colas eran la representación gráfica y la cara visible del fracaso de los países comunistas. ¿Se acuerdan de qué extraño nos parecía que la gente tuviera que hacer cola para casi todo? Pues mírennos ahora: en un día normal, no hay quien nos quite cuatro o cinco colas bien esperadas.


 Insisto, no es solo cosa de la Cosa. Con el cuento de la digitalización se está despidiendo a miles de trabajadores de todos los sectores. Y lo que nos queda por ver en los próximos meses. Pero el desarrollo tecnológico no avanza al mismo ritmo que la eufemísticamente llamada ‘optimización de los recursos humanos’, por lo que el servicio es cada vez más deficiente. Al final, somos los clientes quienes perdemos nuestro tiempo y ponemos nuestra tecnología al servicio de las empresas que, encima, nos sangran vivos. ¿No es de locos?

Jesús Lens

Sean Connery en clave negra y criminal

Fue uno de los más grandes. Actores. Que como ser humano dejaba bastante que desear: machista irredento de mano larga, fue tan esquivo con el pago de impuestos como proclive a ciertas recalificaciones urbanísticas marbellíes de corte fraudulento. Me planteé no escribir sobre sus películas por dichas razones, pero eso sería caer en la nefasta cultura de la cancelación que tanto detesto, así que me voy a centrar en la dimensión artística del actor escocés, que es lo que nos concierne en esta sección.

Tampoco voy a hablar de 007, que el espía al servicio secreto de su Majestad daría para varios libros. Sí les confieso que mi James Bond generacional, con el que crecí en el cine, fue Roger Moore. Y que si he visto las películas de Connery/Bond (en cintas de VHS), ya no me acuerdo.

Mucho más fresco y cercano es mi recuerdo de Jim Malone, el sobrio, elegante y comprometido mentor del tan voluntarioso como inexperto Eliot Ness en la mítica película de Brian de Palma. Y es que no se me ocurre otro apelativo para ‘Los intocables de Eliot Ness’, una cinta que, en 1987, nos hizo saltar con alborozo en las butacas del cine. En primer lugar, por la salvaje presentación en sociedad del histriónico Al Capone, interpretado por Robert de Niro, en una descomunal ciudad de Chicago. Inmediatamente después, por la simpatía que nos produjo aquella pandilla de Intocables. Sobre todo cuando, en clave de western noir, galopaban por la frontera del Canadá. Y, por supuesto, por la secuencia de las escaleras de Union Station, indisimulado homenaje a Eisenstein.

Otra película mítica que retumba en mi memoria desde que la viera una Nochebuena, antes de volver a casa a cenar, es ‘El nombre de la rosa’. Retumba con la misma fuerza con que se cerraban las puertas de la abadía tras Fray Guillermo de Baskerville y su pupilo, Adso de Melk, con el sonido distorsionado del címbalo como amenazadora e inquietante banda sonora de fondo.

Dirigida en 1986 por Jean-Jacques Annaud, la adaptación de la novela de Umberto Eco está protagonizada por un émulo medieval de Sherlock Holmes. Sean Connery se cubre con un espartano hábito franciscano y se convierte en un observador de primera categoría que, dotado de una gran capacidad de deducción, tiene que resolver un endemoniado enigma: quién está matando a los jóvenes novicios de la abadía. No será una película perfecta, pero a mí me sigue fascinando.

Otra película en absoluto perfecta, pero igualmente especial, es ‘La casa Rusia’, adaptación de la novela de John Le Carré cuyo guion escribió el dramaturgo Tom Stoppard. El protagonista, un editor borrachín, debía recibir un manuscrito que acaba en manos de los servicios de inteligencia británicos, quienes le reclutan como espía vocacional. ¡Nada que ver con 007! Rodada a caballo entre Londres, Lisboa, Moscú y Leningrado; lo más singular de la película es que fue la primera cinta norteamericana con permisos oficiales para ser filmada en las grandes urbes soviéticas que, en aquel 1990, empezaban a abrirse al mundo gracias a la glasnot y a la perestroika de Gorbachov.

LOS ACTORES MICHELLE PFEIFFER Y SEAN CONNERY EN LA PELICULA »LA CASA RUSIA»

La película se recrea en las panorámicas de la Plaza Roja, el Hermitage y decenas de lugares monumentales de la Unión Soviética de entonces. Sus mamotréticos edificios, sus tranvías, sus coches y camiones, sus callejones y avenidas resultan mucho más creíbles que la historia de amor de Connery y Michelle Pfeiffer, pero ‘La casa Rusia’ sigue teniendo el encanto de la Historia, con mayúsculas, convertida en película.

Sí es puramente noir, densa y espesa como una manta de agua, una de las películas de Connery menos conocidas: ‘La ofensa’, dirigida en 1973 por Sidney Lumet. Se trata de una historia extraña que comienza con la búsqueda y captura de un pederasta y que, después, gira en torno al proceso de deconstrucción de un veterano de policía que lleva 20 años en contacto con lo más sórdido de la sociedad. Un tour de force interpretativo de un Connery que demostró que era más, mucho más, que 007.

Sirvan estas notas como homenaje a un actor sobresaliente cuya presencia en pantalla era sinónimo de clase.

Jesús Lens

Política de vergüenza ajena

Menuda tropa. Parafraseando ‘Casablanca’ y uno de sus diálogos más memorables, “el mundo se derrumba y nosotros nos peleamos”. Se pelean Teresa Rodríguez e Irene Montero como un par de adolescentes, liándola parda en twitter para bochorno propio y ajeno.

O Echenique, que se refiere a sí mismo en un tuit como “mi humilde persona” cuando sabido es y demostrado está que no hay nadie más ególatra y pagado de sí mismo que quien va de humilde por la vida. Me pareció lamentable otra perla tuitera en la que alude a los presupuestos, que Cs se vaya a comer con patatas. Revanchismo, necesidad compulsiva de quedar por encima, el zasca efectista como medida de todas las cosas, mensajes para enfervorizar a las masas…

Recordemos la bronca entre Casado y Abascal y los cuchillos que diariamente vuelan entre Ayuso y su vicepresidente, el pobre Aguado. ¿Cómo van a tener tiempo nuestros políticos de trabajar por la ciudadanía y de hacer algo constructivo, si se pasan el día —y la noche— a palos entre ellos, insultándose, criticándose y zahiriéndose?

Y luego está lo de Granada, donde el divorcio entre Sebastián Pérez y el resto del mundo tampoco es que sea precisamente edificante. Pérez acumulaba cargos en el Ayuntamiento a punta de pala, por los que cobraba un sueldo con dedicación exclusiva. Según manifiesta él mismo, sus compañeros de gobierno le han ninguneado hasta el punto de obligarle a abandonar todos esos cargos, manteniendo solo el acta de concejal y renunciando a ese sueldo tan exclusivista.

¿Podríamos colegir, pues, que Pérez ha estado cobrando una pasta todo estos meses sin pegar un palo al agua? Más allá de los palos que se pega con Salvador, quiero decir.

Mientras batimos récords de contagios por el coronavirus, los hospitales están a punto de petar y nos encaminamos a un posible nuevo confinamiento, ahí les tienen, entretenidos con unas folletaícas que solo les interesan a ellos y a sus hoolligans. De pena.

Jesús Lens