Hay una frase, habitual entre los viajeros que quieren conocer Cuba más allá de las playas de Varadero, y que molesta especialmente a los cubanos: «Hay que ir antes de que se muera Fidel». O Raúl, en su caso. Y es que los viajeros somos eminentemente egoístas y, por una excitante experiencia o por un cúmulo de buenas fotos, seríamos capaces de ir hasta el infierno.
Cuba. Ligada a la historia española con mucha más intensidad que el resto de los países sudamericanos, tanto por lo tardío de su independencia como por lo traumático de la misma, la Perla del Caribe sigue ocupando un lugar muy importante en el imaginario colectivo español y todo lo que pasa (y no pasa) en la isla es seguido con mucho interés y atención desde esta orilla del Atlántico.
Cuba. Una palabra tan corta como sonora que esconde tras ella una compleja variedad de difíciles realidades, contradictorias entre sí, que se superponen, se pisan y hasta se anulan mutuamente. Un sencillo paseo por la Habana Vieja servirá para que muchas de ellas se pongan de manifiesto hasta para el turista más despistado, desde los pícaros y buscavidas que, atesoradores de una simpatía y gracejo sin igual, harán lo posible y hasta lo imposible por conseguir un par de pesos a esos coches antiguos que, como piezas de museo rodantes, tanto llaman la atención de los turistas.
Dodges, Cadillacs o Buicks de tamaño imposible que, si sobreviven, no es por el afán coleccionista de sus dueño, sino porque les siguen siendo necesarios para el desempeño cotidiano de sus actividades. Y no tienen dinero para cambiarlos por otros nuevos. Como pasa con esas casas de estilo colonial que amenazan ruina, que en cualquier país europeo estarían rehabilitadas… y costarían un riñón, por supuesto.
Edificios que en las capitales de todos los países desarrollados del mundo estarían conformados por viviendas de lujo. Como ocurriría con las que hay frente al Malecón de La Habana, cayéndose a pedazos y que, debidamente arregladas, estarían al alcance de pocos, muy pocos bolsillos, lo que supondría que sus actuales moradores acabaran dando con sus huesos en barrios periféricos, bien alejados del centro. Casas que se desmoronan y a las que una mano de pintura no haría sino enmascarar la extrema precariedad en que se sostienen. Casas en las que malviven, hacinados, cientos de miles de habaneros.
Así, sales del Hotel El Tejadillo, junto a la vaporosa Catedral de La Habana, y te acercas a tomar algo a otra de esas casas coloniales rehabilitadas, como El Patio o La Muralla, y alucinas. Son preciosas. Son perfectas. Son mágicas. Pero son mentira. Porque esas preciosas casas rehabilitadas, esa Habana Vieja que luce sus mejores galas, apenas ocupa dos o tres calles de un barrio en que, eso sí, las tiendas son locales, los comercios son tradicionales y las aniquiladoras franquicias aún no han hecho tabla rasa con unas fachadas con un sabor muy, muy especial.
Porque eso se suele decir de La Habana. Como del Damasco Antiguo. O de la Medina de Fez. Que tienen sabor. Y ritmo. Y olor. Y vida. Y que permiten al viajero experimentar sensaciones de otro tiempo. Tiempos pasados, por supuesto. Siempre mirando al pasado. Es llamativo. Mientras el autoritario, centralista y planificador régimen chino que tanto alaban los hermanos Castro ha erigido la ciudad del siglo XXI por antonomasia, Shanghai, pocas ciudades te retrotraen a un pasado supuestamente extinto como La Habana.
Contradicciones. Mientras las ciudades más modernas reclaman el uso de la bicicleta como medio de transporte no contaminante y ecológico, en Cuba, la bicicleta es esencial en el devenir cotidiano de cientos de miles de personas. Pero nada de ultraligeras y plegables bicis de titanio… hablamos, más bien, del tipo de vehículo que provocaba el drama en el clásico de De Sicca, «Ladrón de bicicletas», de 1948.
Lo mismo pasa con el transporte en carro, a caballo, en carretón, muy turístico por los alrededores de la Giralda sevillana, pero radicalmente imprescindible en buena parte de Cuba. Y no sólo en la rural y más inaccesible.
Y aún así, no hay pueblo más alegre, divertido y aparentemente feliz que el cubano. Siempre con una sonrisa en la boca, siempre con un comentario amable, con una broma a mano, tirando de chistes y chascarrillos, «hasta de su miseria se ríe el cubano», como nos dijo un chaval de poco más de veinte años, después de invitarnos a un chupito de ron y una chuleta de cerdo, por su cumpleaños.
Entre la cerrazón de unos y el bloqueo de los otros, Cuba está como suspendida en el tiempo, sin evolucionar. Este 2009 se conmemora el Cincuenta Aniversario de la Revolución. Aquella revolución de los barbudos que encandiló a millones de personas de todo el mundo que terminarían hondamente decepcionados por la trayectoria del régimen castrista, aún reconociendo los avances en educación y sanidad de un país que sigue habitualmente presente en nuestras tertulias y discusiones de sobremesa.
Obama anuncia, ahora, que se permitirán los envíos de remesas a Cuba y los viajes de los estadounidenses a la isla. A la vez, señala que las compañías americanas de telecomunicaciones podrán operar libremente en la Perla del Caribe. ¿Apertura? ¿Comercio? ¿Neocolonialismo al estilo siglo XXI? De ello hablábamos hace unos días, creando un grupo en Facebook al que se pueden unir…
A los cincuenta años de su Revolución, Cuba se encuentra frente a una encrucijada en que confluyen las victorias electorales de los partidos de izquierda en buena parte de los regímenes democráticos latinoamericanos con el cambio de la política de vecindad estadounidense. La Cumbre de las Américas, ahora, y la celebración del Congreso del Partido Comunista de Cuba, a fin de año, deberían marcar un punto de inflexión en la historia de un país que, ojalá, por fin pueda encarar el futuro con un cierto optimismo.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
PD.- Nos acabamos de desayunar con esta noticia: «Obama ofrece un nuevo comienzo en las relaciones con Cuba». ¿Qué les parece?