Me llama la atención la fortuna con la que se ha recibido una frase de Ricardo Darín, pronunciada en la entrevista telemática que mantuvo con Jordi Évole: “Consumíamos cosas que no necesitábamos y ahora la economía del mundo está tambaleando porque estamos comprando solo lo que necesitamos”.
Amigos a los quiero y aprecio la comparten en las redes sociales —ya he quedado con uno de ellos para comentarla frente a una birra y con tiempo por delante, cuando sea buenamente posible— añadiéndole la coletilla final, “Nos pasamos la vida anhelando estupideces”.
Imagino que el sentido de la aseveración tiene que ver con el consumismo exacerbado de parte de la sociedad, pero así expresada, la afirmación queda un tanto chusca.
¿Qué parte de lo que no consumimos por culpa del confinamiento se puede considerar como innecesario? ¿Qué estupideces son las que antes anhelábamos y a las que ahora, gracias a la cuarentena, ya no aspiramos?
No sé ustedes, pero yo anhelo un montón de cosas que el confinamiento me tiene vetadas y que, sinceramente, no considero estupideces. Ir al cine, sin ir más lejos. A ver una buena peli argentina, claro que sí. Y si está protagonizada por el propio Darín, mucho mejor.
Ir al cine no es imprescindible. Ni siquiera ver películas, por mucho que las plataformas de streaming se hayan convertido en nuestras mejores aliadas durante este confinamiento. Pero, ¿son anheladas estupideces? Yo creo que no.
También anhelo bajar al Kaoba a disfrutar de un café y una tostada, por mucho que lleve un mes tomándolos en casa y el mundo no se haya parado. Y ni les cuento lo que me apetece una Alhambra Especial bien fría con una tapa de morcilla.
Anhelo volver a una librería, aunque tenga miles de libros sin leer en casa, una de mis maravillosas y nunca resueltas contradicciones. Anhelo ir a un concierto de jazz y a un festival de rock, a una obra de teatro y a ver un partido de basket del Covirán-CB Granada. Anhelo, en fin, volver a comer en esos restaurantes, bares y tabernas que sirven gloria bendita y donde se está mejor que en casa.
También anhelo volver a viajar. De hecho, la cuarentena me ha privado de un viaje a tierras lejanas y exóticas que ya no haré, al menos en fechas cercanas. Pero no porque haya visto la luz y caído en la cuenta de que era una estupidez irme tan lejos habiendo paraísos cercanos —que los hay y me encanta recorrerlos, como ustedes bien saben— sino por una mera cuestión de imposibilidad material y manifiesta.
Anhelo salir a correr, volver a echar unas canastas con la peña y pasear horas, horas y horas, deambulando sin horarios ni destino.
Esa era mi vida de antes. Esos son mis anhelos de ahora. Ni antes me parecían una estupidez ni ahora tampoco.
Será que, a punto de cumplir 50 años, llevaba una vida lo más parecida posible a mi vida soñada e ideal. No es una vida de lujos deslumbrantes ni gastos ostentosos, pero tampoco es cicatera, rácana o miserable. Y, desde luego, no casa con estar encerrado entre cuatro paredes, limitándonos a cocinar, dar saltos para quemar calorías y ver series en streaming, consumiendo lo mínimo imprescindible.
La economía se hunde. Es una tragedia que amenaza con llevarse por delante cientos de miles de puestos de trabajo. Me parece muy peregrino sostener que los trabajos de un buen número de esas personas existían solo para satisfacer nuestro anhelo de estupideces.
Si hay que denunciar el consumismo desmedido, denunciémoslo. Si queremos reflexionar sobre nuestra vida de ayer, la de hoy y la de mañana; sobre lo prioritario y lo accesorio, reflexionemos y discutamos, pero sin caer en boutades y simplismos, por favor.
Jesús Lens