Ocurrió el pasado viernes, durante la visita que Cervezas Alhambra había organizado a la Granada de mitad del siglo pasado y que os conté en este otro artículo de IDEAL. Estábamos en la calle Mesones. No éramos muchos. Quince personas, aproximadamente. Nos encontrábamos frente al lugar que ocupó una famosa imprenta y la guía había sacado el iPad para enseñar unas imágenes.
Al vernos arracimarnos en torno a ella, un señor mayor metió codos para hacerse fuerte en el corrillo. Entonces se percató de que llevábamos auriculares -la gente de “Descubriendo Granada” que conducía la visita no va voceando por las calles ni molestando a los transeúntes- y salió a escape mientras exclamaba un despectivo: “¡Bah! ¡Turistas!”
Me quedé entre parado y extrañado por su actitud. De hecho, estuve tentado de seguirle mientras salía por una calle lateral de Mesones para preguntarle si le había molestado algo que habíamos hecho o, sencillamente, detestaba a los turistas, así en general. Y el por qué, por supuesto.
Luego pensé que el individuo en cuestión, al ver aquella súbita agrupación de gente, lo mismo se ilusionó al creer que alguien regalaba algo. Y al constatar que solo éramos gente en trance de aprender, se sintió decepcionado y molesto. ¡Bah! ¡Turistas!
Si ya fue extraño eso de convertirme durante dos horas en viajero en mi propia ciudad, recorriendo con calma y detenimiento la Granada por la que siempre vamos a toda velocidad, distraídos con nuestras cosas y nuestros móviles; más surrealista fue sentir un conato de turismofobia. Algo mínimo e intrascendente, pero llamativo.
Cuando he estado de viaje por ahí lejos, he sufrido incomodidades y sobresaltos; de un zumbao en Costa Rica que me metió un puñetazo en el pecho, porque sí y sin mediar palabra, a un par de conatos de robo en Senegal o Cuba, carteristas torpes y descarados, pero poco más. Algún gesto mohíno por aquí, alguna cara de circunstancias por allá…
Ha tenido que ser en Granada, mi Granada, donde me hayan afeado ser turista, por primera vez en mi vida, haciéndome sentir incómodo por el simple hecho de pasear por las calles de la ciudad con ojos curiosos y escrutadores, sin molestar a nadie, sin interrumpir el paso.
Eso sí: no sé si este episodio es más representativo de la turismofobia, un fenómeno creciente, digan lo que digan los representantes institucionales del gremio; o de la proverbial mala follá granaína.
Jesús Lens