Me llaman Bartolomé. En las imágenes suelo aparecer con mi pellejo sobre las rodillas, tal como ese bendito varón que acompañó a Jesús en sus andanzas por tierras galileas. A san Bartolomé lo torturaron, desollándolo, y bajó a los infiernos con su piel a cuestas. Yo también salvé la mía, aunque fui devorado por mis congéneres durante la resistencia tenaz que los indígenas opusieron al poderío hispánico. Un joven taxidermista mestizo rellenó mi envoltura carnal; y aquí estoy, en el museo de antropología, luchando para que polillas e infantes no me desmonten.
Alonso de Ercilla insinuó el hecho en La Araucana. Mencióname en unos versos del Canto XIX… Los españoles fuimos sitiados por los aguerridos araucanos, que no nos dieron tregua y nunca se doblegaron (como incas y aztecas). Nos vimos obligados a comernos unos a otros. Los indios reían a causa de las armaduras, ¿cómo íbamos a digerirlas?
Después los araucanos adoptaron la antropofagia ritual, y cuando Pedro de Valdivia, nuestro noble capitán general, sucumbió a un golpe de macana, su corazón fue merendado por los caciques. El cráneo sirvió por muchos años de recipiente para las libaciones que vigorizaron la gran concertación de tribus que, hasta hoy, resiste a los dominadores.
A mí me carnearon mis compañeros de armas en lo peor de la hambruna, cuando el fuerte de Corral fue sitiado durante seis interminables y lluviosos meses. Me sucedió por gordo y por andaluz. Agradezco a ese amable mestizo, mi hijo secreto, por haber salvado mi pellejo.
(*) Segunda de las Biografías Fingidas, que comenzaron con ÉSTA y que ha continuado mi amigo Bartolomé Leal. Ya saben. Su biografía, la que nunca fue, en 250 palabras. ¡Anímense a escribirlas y publicarlas! Foces ya tiene la suya AQUÍ. ¿Alguien más?