El catedrático

Leo no tardó ni tres minutos en dictaminar que aquello no era más un intento de estafar al seguro. Otro más. En lo que iba de mes, era el cuarto siniestro fraudulento al que se enfrentaba.

Teniendo en cuenta que estaban a tres de julio… No. Quizá la crisis no estaba del todo superada.

Y, sin embargo, antes volverse al despacho para cumplimentar el informe, Leo quiso hablar con el dueño de aquella tienda, un tipo alto y enjuto, de unos cincuenta y pico de años, pero con más arrugas en el rostro que el mismísimo Tommy Lee Jones.

—Usted sabe que yo sé, ¿verdad?

—Imagino… No es que quiera quitarle mérito, pero tampoco hace falta ser todo un catedrático para darse cuenta…

—¿Entonces? ¿A santo de qué? ¿Para qué hacernos perder el tiempo a la policía y a mí? Por no hablar de los daños provocados por usted mismo en la cerradura y en el mobiliario de su tienda.

—Por mi hijo.

—¿Cómo?

—Que los daños los ha provocado el niño. Pero se empeña en que ha sido un intento de robo. Que él no ha tenido nada que ver. Y no quiero darle otro disgusto a su madre, que ya tiene lo suyo, la pobre.

—El niño no es su hijo… de usted, ¿verdad? A todo esto, ¿cuántos años tiene la criatura?

—Veintisiete. Y no. Efectivamente. Mío, no es. Pero eso, a estas alturas de la película, da igual.

—Veintisiete…

—Veintisiete, sí. La edad a la que murieron Janis Joplin, Jim Morrison y Jimi Hendrix.

—Además de Kurt Cobain y Amy Winehouse.

—Pero su chaval, de música…

—Ni de música, ni de nada. Bueno, de nada, sí. De nada, va sobrado.

—Usted sabe que lo de la denuncia falsa…

—Sí, lo sé. No es la primera vez. De hecho, por eso tuvimos que cambiar de seguro.

—Y también sabe que no hace falta ser catedrático para saber que, así, no le ayuda.

El hombre esbozó una sonrisa. Una sonrisa profundamente triste, no del todo desesperanzada.

—Saber, saber… si conociera usted a algún catedrático que sepa cómo ayudar en casos como éste…

—Les pondría en contacto.

—Y yo se lo agradecería.

Tras despedirse de su baqueteado ya ex-cliente, Leonardo Rejón, perito de seguros con veinte años de experiencia en el ramo, enfiló de vuelta hacia el despacho.

Apenas pasaban las diez de la mañana, estaban a punto de alcanzar los treinta grados y le apetecía un café. Y una tostada. De jamón con tomate. Aunque después le diera sed.

 

(Puedes leer otra historia de Leo en este enlace: Sin rostro)

 

Jesús Lens

Sin rostro

Venía como un ciclón. Tanto que, oyéndola llegar, Leo supo que habría tormenta.

Se aprestó a apagar la música. Cuando Susana salía del despacho que ambos compartían en la sede central de la compañía de seguros para la que trabajaban, él aprovechaba para pinchar ese rock duro que tanto le gustaba y que a ella, sencillamente, la sacaba de sus casillas.

—Ruido. No es más que ruido —le criticaba Susana, repitiendo lo mismo que Leo venía oyendo desde su más tierna infancia. O, para ser precisos, desde su adolescencia, que fue cuando descubrió el poder transformador del Metal. ¡Ruido, ruido, ruido! Nada más que ruido para sus padres, para su hermano, para la mayoría de sus amigos y, por supuesto, para sus parejas… menos para Rosa. Que a Rosa también le iban Brujería, Korn, Sepultura o Faith No More. ¡Ay, Rosa…!

El caso es que Leo no dudó en desconectar el equipo, dejando que el silencio invadiera la estancia tras enmudecer ese pedazo de Pioneer que se había empeñado en empotrar entre las estanterías. Y mira que Susana se había reído de él, diciendo que eso de los cedés era propio los dinosaurios de la época jurásica. Que, con el Spotify tenía toda la música que quisiera a golpe de clic.

¡Qué manía con la prisa y la inmediatez! Que sí. Que es cierto que todo está al alcance de un clic. Pero que hay cosas que él prefería hacer a la antigua usanza, demorándolas y tomándoselas con calma.

—¿Quieres un café? —preguntó Leo.

—Gracias. No. Lo que me faltaba era tomarme un café ahora…

Leo apuraba el suyo. Un aromático café… de cápsula. La Nesspreso. Otra de sus aportaciones electrodomésticas al despacho. Con la cafetera, Susana sí estuvo de acuerdo, que también era adicta al café. Como el agente Cooper, de Twin Peaks. De hecho, ambos compañeros compartían tazas con motivos de la mítica serie de televisión, lo que no dejaba de provocar un cierto cachondeo entre sus compañeros de la compañía de seguros para la que trabajaban.

Leo terminó de paladear su café. Sabía que Susana quería hablar y desahogarse, pero si la apremiaba, la tensionaría aún más. Decidió concentrarse en la pantalla de su ordenador y seguir completando el informe que tenía entre manos.

—¿Cómo puede estar pasando esto, a la vista de todos, sin que nadie tome medidas para evitar la sangría?

Leo no tenía ni idea de por dónde iba Susana. Que él supiera, había estado en la pericia de un piso tras el parte por la rotura de “Objeto artístico de valor”, tal y como señalaba la agenda de trabajo compartida. En concreto, un juego completo de antiguas piezas de cristal de Murano.

Decidió seguir esperando, sin decir nada. Se limitó a asentir y a seguir tecleando en su ordenador.

—Es que no lo entiendo. Me parece inconcebible. ¿Todavía no nos hemos dado cuenta de que los minutos de silencio, las concentraciones y las jornadas de luto oficial no sirven para nada?

Fue entonces cuando Leo cayó en la cuenta. Hacía unos días que, en un pueblo cercano a Granada, una mujer había sido asesinada por su pareja. Otra más.

—Pues sí, Susana. Una lacra, una pesadilla.

 

—Una pesadilla muy real, Leo. Jodidamente real. ¿Tú sabes lo que se siente al entrar en una casa y que una chica joven te invite a pasar al salón? Nada más entrar, señala al suelo, todavía cubierto por gruesos restos de cristal.

Restos de cristal teñidos de rojo. El rojo de la sangre de su hermana, reventada a golpes por el hijo de la gran puta de su marido, que la dejó completamente desfigurada después de matarla.

Jesús Lens