Una noche muy larga

Esta semana toca volver al mundo del espionaje y los servicios secretos. Me encontraba con mono, a falta de ver la última y definitiva temporada de ‘Homeland’, una serie por la tengo predilección dado que, una vez muerta, fue capaz de reinventarse y reconvertirse en otra cosa; y a la espera de volver a la antigua-nueva normalidad para regresar a ‘Oficina de infiltrados’.

Entonces cayó en mis manos ‘Una noche muy larga’, publicada por Salamandra. “El thriller más realista y emocionante del año, escrito por un antiguo oficial del servicio de inteligencia israelí”, reza la publicidad que la acompaña. Y otro dato importante: “Ganador del Crime Writers Association International Dagger”. Buenos avales para una novela cuya acción, para empezar, se desarrolla en apenas un puñado de horas. ¿Se acuerdan de la mítica serie ’24’, que supuestamente transcurría en tiempo real? Pues más o menos lo mismo.

Todo comienza con el secuestro de un informático israelí en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. O con su desaparición, mejor dicho. Porque lo del secuestro no está tan claro. Eran las 10.40 de la mañana del lunes 16 de abril.

A partir de ahí, se movilizan las policías y los servicios secretos franceses y, por supuesto, israelíes. Que al Mossad no se le esfuma un compatriota así como así.

475 adictivas páginas después, la historia llega a su final. A las 14.40 del martes 17 de abril. Lo que pasa entre medias es, en pocas palabras, una investigación de manual. Una investigación en la que se dan la mano los gadgets tecnológicos más avanzados y el big data del siglo XXI con las técnicas policiales de toda la vida.

Sobre todo, los interrogatorios. Ahí es donde más y mejor se nota que Dov Afon, el autor, sabe de lo que escribe. Por ejemplo, este pasaje, tan gallego: “Teniente Oriana Talmor, es bien sabido que la mejor táctica para alguien sometido a un interrogatorio es darle la vuelta a la tortilla y contestar una pregunta con otra”.

No les voy a hablar en exceso de los protagonistas de ‘Una noche muy larga’. Por un lado está Jules Léger, un veterano de la Policía Judicial de París al que le cae un marrón de los gordos. Sin comerlo ni beberlo. Está Zeev Abadi, representante de la inteligencia israelí que, por ¿azar?, se encuentra en París en el momento del secuestro. Y tenemos a la mencionada Oriana Talmor, una agente de campo que, desde Tel Aviv, tendrá mucho que decir.

Además, hay dos magnates del juego internacional involucrados. Uno anda por Australia y el otro, por la China. Es lo que tiene este mundo globalizado en que nos movemos: el premio de una tragaperras en Madrid puede provocar un terremoto en Melbourne. Y, ni que decir tiene, hay unos cuantos políticos rondando por la trama. Y sicarios. Y agentes dobles. O triples.

Dos capítulos me han gustado especialmente. Uno, cuestionable, pero históricamente muy bien fundado, en el que se habla de la seguridad como máxima aspiración y como salvaguarda de la democracia. El otro, majestuoso, en el que el factor humano se impone largamente al tecnológico a la hora de llevar adelante una investigación. Ahí lo dejo.

Capítulos cortos, estilo directo, lectura ágil y humor sardónico son la marca de fábrica de Dov Alfon y su ‘Una noche muy larga’. Si les apetece saber cómo se espía en el siglo XXI, no se la pierdan.

Jesús Lens

 

Pueblo chico, infierno grande

Hay publicidades que pueden hacer mucho daño a una película, descontextualizadas. Por ejemplo, si decimos que ‘La isla de las mentiras’ cuenta la historia del Titanic gallego, no estaremos mintiendo, pero puede que algún lector despistado se imagine tres horas de efectos especiales, proas mágicas y románticas y música de Óscar.

La excelente película de la cineasta coruñesa Paula Cons, estrenada directamente en Filmin, ese portal a cuyas bondades llevamos dos años rendidos de forma indisimulada; parte del naufragio del transatlántico Santa Isabel, acaecido el 2 de enero de 1921. El barco chocó contra las rocas de la isla de Sálvora, frente a la ría de Arousa, y murieron 213 de los 266 pasajeros que viajaban a bordo del buque.

En ‘La isla de las mentiras’ apenas se cuenta nada de lo que ocurrió en el buque. El naufragio está sugerido en pantalla, pero el oportuno uso de la niebla hace que quede en un segundo plano. Como la hazaña de las llamadas tres heroínas de Sálvora que se echaron a las aguas en una barca para tratar de salvar los restos del naufragio.

No sé si, de haber tenido más presupuesto, Paula Cons le hubiera dedicado más tiempo y espacio al naufragio, pero lo dudo. Porque lo realmente importante de la historia que nos cuenta es lo que pasaba en tierra. Antes, durante y después de que el barco se fuera a pique.

Y ahí es donde entra en juego Darío Grandinetti, el periodista porteño que asoma por Sálvora para contar a sus lectores lo que ha pasado. A través de su mirada, limpia y desprejuiciada, se desvelarán algunas de las mentiras que campan por la isla, a sus anchas.

Una mirada que se cruza con la de Nerea Barros, la prodigiosa actriz que interpreta a la salvaje, indomable e inconformista María, uno de los grandes personajes del cine español de este año, que huele a Goya.

Cuesta trabajo clasificar ‘La isla de las mentiras’ como película policíaca, de acuerdo al canon. Aunque hay una trama más negra que el asfalto que, por aquellos entonces, aún no se usaba en aquellos andurriales. La pregunta: ¿fue accidental el naufragio o provocado?

Si les gustan las historias náuticas, sabrán que uno de sus temas clásicos y recurrentes es el de los habitantes de enclaves costeros pobres y rocosos que, en las noches de tormenta, encendían fuegos en la costa para confundir a los navegantes, cuyos barcos encallaban y eran expoliados por los lugareños.

‘La isla de las mentiras’ es, en fin, una película de realismo social y de denuncia de un sistema caciquil, machista y explotador contra el que solo cabe una rebelión individual, feroz y decidida.

Jesús Lens

La mujer y el cuadro

Hace unos días, mientras me documentaba para escribir sobre la Córdoba de Julio Romero de Torres para Sol y Sombra, la sección de verano que estamos publicando estas semanas en IDEAL, me encontré con una historia fascinante.

Todo comenzó con el billete de 100 pesetas acuñado en 1953. Me pareció curioso para el despiece que acompañaba el texto principal del reportaje. En el anverso, aquel billete mostraba al propio artista, muy serio y formal. En el reverso se representaba el detalle de uno de sus cuadros: una mujer morena, joven, con los brazos echados sobre un cántaro y un gran sol iluminando la escena.

Seguí googleando y supe que la imagen estaba tomada de un cuadro llamado ‘La Fuensanta’. En el original, la mujer del cuadro era mucho más atractiva y misteriosa que la del billete, que parecía desvaída, mayor, alicaída. La mujer del cuadro resultaba más natural, más real y más auténtica.

‘La Fuensanta’, pintado en 1929, un año antes de su muerte y cuando Julio Romero de Torres ya era un artista consagrado, es un lienzo de 100×80 centímetros pintado al óleo y temple. Las confusiones con el cuadro comienzan con la modelo que posó para el mismo. Quizá fuera Natalia Castro, gitana que ya posara para Sorolla de niña y amante del artista cordobés, además de musa.

Pero también pudo ser Maria Teresa López, inequívocamente retratada en ‘La chiquita piconera’, último cuadro de Romero de Torres y, posiblemente, el más famoso. A esta popularidad contribuyó que se representara en forma de sello de 5 pesetas.

Si en ‘La Fuensanta’, el personaje femenino mira de frente al espectador sin atisbo de rubor alguno, en ‘La chiquita piconera’ parece desafiarle directamente. Muestra las piernas, los brazos y un hombro desnudo y calza unos zapatos de tacón, interpretados por los especialistas como de carácter fetichista. Además, se agacha de una forma sensual, sugerente y… ¿provocativa?

Cuando posó para Julio Romero de Torres, Maria Teresa López tendría unos 13 o 14 años de edad y, ni que decir tiene que, de acuerdo con la pacata moral de la época, fue todo un escándalo. No tardaron en comenzar las habladurías, rumores y maledicencias. Que si la modelo tenía una relación con el artista, muchos años mayor que ella y de notoria vida disoluta y bohemia; que si era una descocada y descarada mujerzuela…

Por mucho que Maria Teresa se hubiera convertido en la auténtica morena de la copla, en el ideal de la mujer andaluza de acuerdo al imaginario colectivo, su vida fue bastante desgraciada. La gente la fue dando de lado, dejándola aislada y condenada al ostracismo. Como la propia Maria Teresa López dijo durante el homenaje que le tributaron en Córdoba, ya en el año 2000, “la gente se ha hinchado, ha dicho todo lo que ha querido de mí”. De hecho, se casó con un hombre que trató de prostituirla y del que tuvo que huir, ganándose la vida como costurera.

La modelo frente al cuadro

Una vez terminado ‘La Fuensanta’ y antes de mandarlo a la Exposición Iberoamericana de Sevilla, donde se expuso en el Pabellón de Córdoba, el artista le hizo la foto que, años después, se utilizaría como modelo para el billete de 100 pesetas. ¿Y el cuadro original? Un coleccionista desconocido lo compró y se le perdió la pista. Solo quedó la foto. Y el billete. Además de las habladurías.

Muchos años después, ya en el siglo XXI, Mercedes Valverde, directora de los museos municipales de Córdoba, recibe una llamada desde Argentina. Una persona le dice que tiene el original de ‘La Fuensanta’, adquirido a un particular en 1994, y que le gustaría que fuera autentificado. Mercedes desconfió, no en vano, estaba acostumbrada a que aparecieran ‘auténticos’ cuadros de Julio Romero de Torres de vez en cuando. Entre ellos, uno de Manolo Escobar, al que le habían pegado el palo.

Y, sin embargo, el cuadro era el auténtico y original. Fue tasado entre los 600.000 y los 800.000 euros y, tras infructuosas negociaciones con el Ayuntamiento de Córdoba para su adquisición, el 14 de noviembre de 2007 fue subastado en Sotheby’s. Con un precio de salida de 600.000 euros, finalmente fue adjudicado a un comprador privado anónimo, que pujó por teléfono hasta los 1.173.375 euros.

Nuevamente fuera de la circulación pública, ‘La Fuensanta’ reapareció en el año 2013, en una exposición temporal del Museo Thyssen de Málaga. Era la primera vez que se veía en España en los últimos 80 años y constituyó toda una sorpresa.

Aunque, para sorpresa, la bomba que lanzaron los teletipos en abril de 2017: ‘La Fuensanta’ había aparecido en un chalé marbellí, en el marco de una operación contra la corrupción. La Udyco entró a registrar la casa de Antonio López, exgerente de la empresa de vivienda pública de Ceuta y viceconsejero de la materia del gobierno del Partido Popular, y se encontró con el famoso cuadro colgando en la pared, junto a litografías de Picasso y Miró.

Unas semanas después, un informe pericial encargado por el juzgado desmentía que fuera el cuadro original. Al parecer, se trataba de la obra original de un alumno del propio Julio Romero de Torres. Se tasó en la nada desdeñable cantidad de 100.000 euros, pero no se trataba de ‘La Fuensanta’ original, un cuadro que no deja de generar complicadas tramas e intrigantes misterios allá por donde pasa. Y por donde cuelga.

Jesús Lens

Biedma, el Caravaggio de la literatura negra española

La vuelta a la normalidad, aunque sea a la nueva, tan diferente a la antigua, tan extraña y exigente; ha permitido la reactivación del mercado editorial, que empieza a acoger felices novedades. Seguimos poniéndonos al día en la lectura de las nuevas novelas policíacas escritas por autores de nuestra tierra, como nuestro Juan Ramón Biedma.

En noviembre de 2019, cuando el coronavirus ni estaba (presuntamente) ni se le esperaba, la noticia de que el escritor sevillano Juan Ramón Biedma se había alzado con el XXI Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones nos hizo dar un gran salto de alegría. Porque Juan Ramón es uno de los nuestros, uno de los grandes maestros del género negro que ha situado a la Andalucía Connection en lo más alto del escalafón literario.

Tenemos ya la oportunidad, por fin, de leer ‘El sonido de tu cabello’, una novela implacable, como lo son todas las de su autor. El escenario de la trama es Sevilla, como tantas otras veces. Pero una Sevilla por completo diferente a la que tenemos impresa en nuestro imaginario.

En un momento de la novela, dos de los protagonistas de una historia coral, narrada a varias voces, son secuestrados y conducidos a ciegas por las calles de la capital hispalense. Acaban en un hospital clandestino llamado Monteverde, homenaje que el autor le hace a uno de sus carnales mexicanos. Los personajes deducen que están por la zona de la calle Feria, en los alrededores de la Alameda de Hércules. Exactamente en la calle Vascongadas.

Entonces me acordé de que hace unos meses anduve exactamente por aquellos andurriales, buscando una antigua Abacería. ¡Qué diferente es la mirada del viajero ocasional, del turista accidental, que la del escritor que conoce palmo a palmo las calles de su ciudad y sabe sacarles todo su partido literario.

‘El sonido de tu cabello’, sin embargo, arranca en México. En un lugar que, en la crónica negra contemporánea, ocupa un lugar desgraciadamente destacado: Ciudad Juárez. De inmediato se traslada a otro escenario cargado de ecos y resonancias: Las Tres Mil Viviendas, uno de los suburbios más peligrosos de Europa.

En una iglesia evangélica ha aparecido el cadáver de una chica jovem delgada, morena. Hay un sospechoso que resulta inmediatamente detenido. Mientras la inspectora Perpetua Carrizo es la encargada de investigar el crimen, al abogado Set Santiago le corresponde la defensa del detenido. Y un runrún: el muló anda suelo por las Tres Mil Viviendas. El muló, un espectro aterrados para los gitanos que nos recuerda al golem de los judíos. “Busca las grietas más oscuras, los portales de los edificios abandonados, se arrastra por los vertederos, tiene un don especial para localizar las entradas y las salidas de túneles desconocidos, la zona cero”.

La insania habitual de las novelas de Biedma está en todas y cada una de las páginas de una aterradora novela de denuncia social con personajes al límite de su existencia. Y de su cordura. Una novela en la que los talleres clandestinos y la explotación laboral de las mujeres se dan la mano con los supermercados de la droga.

Una novela, en fin, en la que la búsqueda de redención y la venganza también son dos de los motores que animan la acción. Como señala Orujo, mujer inolvidable, hablando de unos módulos que ya no podrá terminar: “Me he escapado del maco para unas venganzas y eso, y me voy a morir antes”. Y ensancha su sonrisa.

O este otro momento igualmente protagonizado por Orujo, que firmaría el mismísimo Tarantino… de sus comienzos: “La primera patada en la cara es una patada antigua, una que había preparado durante muchos años, una muy querida; le habría gustado que el crujido recibido a cambio hubiera sido mayor, que estuviera acompañado por un chapoteo de sangre y vísceras, pero las viejas ilusiones siempre nos decepcionan”. ¡Esa Orujo, que hace las cosas porque sí, que siempre le ha parecido la más válida de las razones para justificar sus actos!

Y está la noche, ese territorio tan querido para un autor tenebrista como Biedma, el mejor Caravaggio de la literatura negra española contemporánea: “El amanecer es el fracaso de todo lo malo, todo lo sucio, todo lo oculto, todo lo resguardado, todo lo agridulce. Al amanecer se imponen la chabacanería y el imperio de los profesores y los jueces”.

Lean ‘El sonido de tu cabello’. No es una lectura fácil. Ni cómoda. Es una recomendación extraña para estos días de sol y playa, dado que se trata de una novela que pide nocturnidad, frío y humedad. Quizá por eso, sus últimas 150 páginas las devoré del tirón, de madrugada, en una noche de feliz insomnio literario.

Lean ‘El sonido de tu cabello’ ahora o cómprenla y resérvenla para el otoño, cuando las tinieblas de la noche empiecen a ganarle la partida a la claridad de las mañanas. Pero lean ‘El sonido de tu cabello’, sí o también.

Jesús Lens

Camino de ‘El colapso’

Para recomendarles que vean ‘El colapso’, la serie de la que todo el mundo habla estos días, estrenada en Filmin, me voy a amparar en un estudio realizado por investigadores de las universidades de Chicago, Pensilvania y Aarhus (Dinamarca).

Crecer y madurar es hacerle caso, difundir y compartir hasta el paroxismo los estudios de (más o menos) prestigiosas universidades internacionales que dicen que, aquello que te gusta, es bueno. O, a sensu contrario, que aquello que detestas, es malo. O nocivo, inmoral o ilegal. O que engorda.

De acuerdo al sesudo estudio de esos preclaros y visionarios investigadores, los espectadores o lectores habituales de películas, series, libros y cómics sobre zombis, virus, pandemias y catástrofes sistémicas varias estábamos mejor preparados para la crisis del coronavirus. Según esos santos varones, tenemos más resiliencia y una mayor capacidad para superar circunstancias traumáticas.

Hablo en primera persona del plural porque, como ustedes bien saben, yo siempre he sido muy del fin del mundo. Tanto en esta sección como en mi columna diaria de IDEAL les he hablado, por ejemplo, de ‘The Walking Dead’ y de cómo los zombis no son más que la excusa para liberar a la Bestia que los humanos llevamos dentro. De la miniserie ‘Years and Years’ y su visión distópica de un mundo regido por el populismo o de la novela ‘Cenital’ y del podcast ‘El gran apagón’, sobre un mundo con problemas de suministro energético.

Y de todo ello va ‘El colapso’, una serie de 2019 creada por un grupo de cineastas franceses llamados Les Parasites, cuyo logo es… una cucaracha.

Les confieso que me pegué un atracón de padre y muy señor mío y me vi los ocho episodios del tirón. Lo que tampoco tiene tanto mérito (o demérito, dependiendo de lo que opinen ustedes de las series de televisión) dado que su duración oscila entre los 15 y los 25 minutos por capítulo.

‘El colapso’ comienza en un supermercado en el que no quedan existencias de determinados productos. ¿Les suena? Hay un apagón. Y pensarán ustedes: ya estamos con la típica historia de delirio colectivo provocado por la caída de las alarmas, las cámaras de seguridad y los móviles. Pero no. Porque la luz no tarda en volver. Se trata de un apagón más. Seguro que también les suena a algunos de nuestros vecinos de Granada.

Un grupo de jóvenes lo tiene claro: hay que llenar la furgo de alimentos, no perecederos a ser posible, y salir zumbando de la gran ciudad. Tienen las ideas claras, pero no tienen crédito en sus tarjetas. Comienzan los problemas…

¿Y qué pasa si, más adelantado el colapso, el dinero deja de tener valor y la gasolina se canjea por paquetes de arroz? Mucho ojo al llegar al episodio de la residencia de ancianos. Véanlo con todas las alertas encendidas. Es, literalmente, DEMOLEDOR. Hay uno negro como el asfalto, del que no les doy más pistas, y otro que, si les gustó ‘Chernobyl’…

Aunque todos los episodios de ‘El colapso’ son autoconclusivos e independientes, algunos personajes repiten presencia, al estilo que aquellos soberbios ‘Short cuts’ de Robert Altman. Lo que no tiene mayor trascendencia, aunque colabora a darle empaque a la narrativa.

Y está la cuestión formal, por supuesto. Cada capítulo está filmado en forma de plano secuencia, con la cámara al hombro, sin ningún tipo de preciosismo. Lo sucio, lo nervioso y el caos priman sobre cualquier otra consideración estética. De hecho, en el episodio del tío rico que duerme a pierna suelta mientras le llaman por teléfono, esa casa suya tan suntuosa resulta ofensiva a la vista. O el yate de la mujer del clavo, que da cualquier cosa menos envidia.

¿Y las causas de ‘El colapso’? En realidad, no importan. O sea, sí que importan, pero no están en el eje central de la narración. No se trata de intentar desviar la trayectoria de un meteorito que amenaza la tierra o de encontrar al paciente cero de una pandemia. La clave está en el comportamiento de la gente cuando el mundo que creíamos sólido y estable se tambalea desde sus cimientos. Y ya verán ustedes que, llegados a una situación límite, la mayoría no termina saliendo mejor persona.

El último capítulo cierra un círculo espacio-temporal que nos retrotrae a un pasado en que todo parecía ir bien, cuando las cosas eran normales y corrientes. Los coches circulaban por las calles y la policía, ¡ese policía!, controlaba la situación. Un pasado en el que, por ejemplo, la gente caminaba por las calles sin mascarilla.

Les recomiendo que vean ‘El colapso’ ahora que navegamos entre olas. Es una serie excelente que, en las presentes circunstancias, adquiere una simbología especial. Además, les hará más resilientes si las cosas vuelven a torcerse ahí fuera. ¿Qué más podemos pedir?

Jesús Lens