El periodismo en clave Noir

Tengo muchas ganas de preguntarle esta tarde a Quico Chirino si la novela negra le sirve para ir más allá de su actividad periodística o si mantiene separadas ambas facetas. Porque hoy miércoles, a las 20 horas, se presenta en el Cuarto Real de Santo Domingo su excelente “A la izquierda del padre”, publicada por Samarcanda. Y será uno de los temas que pongamos encima de la mesa. Aprovechen para leer la excelente entrevista que Pablo Rodríguez hace a Quico Chirino en IDEAL.

También tengo mucha curiosidad por saber qué opina Eduardo Peralta, director de IDEAL, sobre una novela muy negra en la que uno de los protagonistas es, precisamente, un periodista.

 

De hecho, era tanta la curiosidad que me suscitaba el tema que me he lanzado a interrogar a Quico Chirino, por adelantado. Y esto me dice: “En mi caso, mi novela poco tiene que ver con mi labor periodística habitual, aunque que está reflejada parte de mi experiencia como reportero en mis primeros años. En cambio, sí aprovecho la novela para reflexionar sobre el periodismo y a mis personajes para que digan cosas que en mí no resultarían políticamente correctas. Pienso que mi narración tiene mucho de crónica, o eso pretendo, y en la forma de documentarme sí se percibe mi labor periodística”.

Foto: FERMIN RODRIGUEZ. Quico Chirino, Periodista y escritor

Una respuesta muy interesante que abre caminos y me anima a ampliar el espectro de autores interrogados sobre la cuestión. Porque en la tercera edición de Granada Noir vamos a tener una mesa redonda, presumo que apasionante, con algunos periodistas que, más allá de su labor informativa e investigadora, escriben y publican género negro.

 

Por ejemplo, Javier Valenzuela, autor de “Limones negros”, publicada por Anantes y de la que ya hablamos en esta sección. Y que nos dice lo siguiente: “La novela negra es, desde su nacimiento, un modo excelente de contar con espíritu crítico la realidad del mundo capitalista. Lamentablemente, la creciente censura que hoy ejercen los poderes políticos y económicos sobre el periodismo hace que muchos profesionales tengamos que recurrir hoy más que nunca a la coartada de la ficción literaria para sacar a la luz cosas que sabemos que son ciertas”.

¿Es o no es un excelente punto de partida para una conversación sobre periodismo y literatura policíaca? En ese sentido, es muy interesante la opinión tanto de Quico Chirino como de Valenzuela sobre por qué han elegido este género para contar sus historias.

 

Nos dice Chirino: “Yo he querido hacer una crónica social, apoyado en la ficción. Y sucede que si te acercas a la realidad y la recoges sin aderezos es muy probable que te salga una novela negra. Como escritor no quiero ser políticamente correcto. Por eso, en mis escenarios, en los ambientes marginales que recreo, hay droga, quinquis y ratas que muerden a los niños en la cabeza. No solo flamenquitos y mucho arte; que también son una parte de la realidad, pero esa la dejo para otros escritores”.

 

Javier Valenzuela, por su parte, abunda en el mismo sentido: “Empecé a ejercer el oficio de periodista porque hacía posible que me pagaran por tres cosas que siempre me han encantado: escribir, viajar y combatir las injusticias. En “El País” debuté como cronista de sucesos en el Madrid de los años quinquis y luego fui corresponsal de guerra en Beirut, Teherán, Sarajevo y otros lugares, así que terminar escribiendo novela negra me parece un colofón de mi carrera bastante lógico. Por lo demás, ya leía a Hammett, Chandler y compañía hace cuarenta años, no tuve que esperar la llegada de los escandinavos para pensar que este es el género literario más crítico, realista y entretenido de nuestro tiempo”.

 

Como ven, no les falta retranca, humor e ironía a ninguno a unos Quico y Javier que compartirán conversación, en la última mesa redonda de #GRN3, el sábado 7 de octubre (*), con otros dos pesos pesados del periodismo español: Mariano Sánchez Soler e Íñigo Domínguez, autor de una impresionantes e imprescindibles “Crónicas de la mafia”, publicada por Libros del K.O.

Mariano Sánchez Soler, periodista y escritor de raza, autor de “El asesinato de los marqueses de Urbina”, Premio L’H Confidencial de 2013 y publicada por Roca Editorial, nos explica que “mis libros no tendrían sentido si no fueran instrumentos de conocimiento, de revelación. No escribo historias tan oscuras porque me diviertan. Si quisiera escribir novelas adaptadas al consumo literario tendría que ir por caminos distintos que no me interesan absolutamente nada. A mis 59 años, me considero un escritor radical; sigo escribiendo sobre lo que me gustaría leer y con ello trato de responder a la realidad que me ha tocado en suerte. La escritura es para mí una actividad total en la que cabe el periodismo, el ensayo, la narrativa, la poesía, etcétera. Son distintas parcelas de una única posición ante el mundo y la vida… Desde el punto de vista profesional, soy un cronista, un narrador, un periodista literario. Uso la palabra escrita como herramienta absoluta”.

Y sobre su método de interrelacionar periodismo y literatura, Mariano Sánchez Soler es igual de contundente y radical: “Ningún tema está escrito. Somos narradores de un tiempo en ebullición. Ficción y realidad se funden en mis libros. La creación ha sido siempre como un péndulo. Cuando la investigación periodística no llegaba hasta sus últimas consecuencias, en vez de conformarme y pasar a otra cosa, utilizaba esos materiales para escribir ficciones en las que construía la historia que podría haber escrito si hubiera conseguido los datos precisos, o si hubiera demostrado los hechos que buscaba en mi investigación”.

¿Dónde están los límites entre el periodismo y la literatura? ¿Dónde termina uno y comienza la otra? De todo eso y de mucho más empezaremos a conocer esta tarde, en la charla con Quico Chirino y Eduardo Peralta. Y, desde el 29 de septiembre, en Granada Noir.

 

Ya saben: el crimen sería perdérselo…

 

En la web www.granadanoir.com pueden consultar el programa completo de #GRN3.

 

Jesús Lens

Seguiremos hablando de ellas

“Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” atesora, como primera gran virtud, uno de esos títulos con fuerza y personalidad, imposibles de olvidar. Un título que dan ganas de enmarcar con letras de oro y colgarlo en el despacho, sobre el escritorio, bien visible.

Por supuesto, la gran obra maestra de Agustín Díaz Yanes, dirigida en 1995, es más, mucho más, que un título prodigioso: si la película no hubiera sido tan grande como es, habríamos terminado olvidándonos de Gloria y de Doña Julia a las primeras de cambio.

 

Sin embargo, a comienzos de 2017, cuando el escritor Fernando Marías se planteó poner en marcha el proyecto Hnegra, en el que las mujeres serían las grandes heroínas de 22 cuentos cortos escritos por 22 autoras de género negro y que serían ilustrados por 22 reputados artistas, su referente fue “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”.

 

“—No disparen… solo soy una puta…

 

Así recuerdo que suplicaba Gloria Duque, bañada en sangre ajena, ante los policías que irrumpían pistola en mano en la pantalla del cine, aquel lejano día de 1996. Desde mi butaca, estremecido, la vi llorar. Aterrorizada y sola, con las manos en alto, de rodillas en el suelo del tugurio, rodeada de cadáveres acribillados a balazos. Esa mujer muy pobre y muy desdichada, también inocente o incluso muy inocente, inocente de casi todo, no quería, a pesar de su vida perra, que la matasen un disparo fortuito.

 

—No disparen… Solo soy una puta…

…Esta película llegó para demostrar que era posible filmar obras maestras del cine negro en idioma español, senda que, por suerte, luego seguirían otras películas y cineastas. Pero, además, de forma también novedosa y hasta insólita, concedía el protagonismo de la trama y de su intensidad emocional a las mujeres”.

 

Estos fragmentos del excepcional prólogo que el escritor y muy cinéfilo cinéfilo Fernando Marías ha escrito para el libro Hnegra, publicado por la editorial Alrevés y Ámbito Cultural El Corte Inglés, nos dan la razón a quienes pensamos que sí. Que seguiremos hablando de ellas, por siempre jamás.

Seguiremos hablando de los personajes magistralmente interpretados por Victoria Abril y por Pilar Bardem, ambas ganadoras del Goya por sus interpretaciones de Gloria y Doña Julia, y escritos por un Agustín Díaz Yanes que hacía su debut como director con una película que, efectivamente, nos sacudió a todos los espectadores en la sala de cine.

 

Yo, que no soy de mucho llorar con las películas, no puedo evitar que, cada vez que veo el final de “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, me caigan lágrimas como puños mientras espero a que terminen los títulos de crédito, para rehacerme y recomponerme antes de volver a la realidad. Porque hablamos de una película más negra que el asfalto, pero con un poso de humanidad en sus personajes que, si no le conmueve, querido lector, es que está usted tallado en roca pura.

Pocos debuts cinematográficos tan deslumbrantes como “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, una película totémica y fundacional de un nuevo cine negro español que arrasó en el Festival de Cine de San Sebastián y que terminaría cosechando ocho premios Goya, entre ellos, mejor película, mejor director novel y mejor guionista; para Díaz Yanes, además de los referidos galardones a Pilar Bardem y a una Victoria Abril que definía así a Gloria, su personaje, durante el estreno de la cinta: “Es una personaje real, de hoy, del Madrid de 1995. Me siento representando a millones de mujeres de carne y hueso, no es una heroína de gimnasio. Es de las que se callan, cuya vida se desarrolla en una sociedad difícil, y más aún para las mujeres”.

Así las cosas, no es de extrañar que, más de veinte años después, sigamos hablando de Gloria Duque, ¿verdad? Sobre todo porque Agustín Díaz Yanes retomó su personaje en una extraordinaria secuela titulada “Solo quiero caminar”, en la que Gloria Duque regresa a México, viéndose enredada en la mala vida. Otra vez.

 

Otra potente historia, igualmente Noir, en la que el elenco femenino incluye a Ariadna Gil, Pilar López de Ayala y Elena Anaya, arropando a la imprescindible Victoria Abril. Y, si en la primera entrega, el villano estuvo interpretado por el argentino Federico Luppi; en este caso será el mexicano Diego Luna el personaje trágico masculino.

Uno de los temas que más me apasionan, de un tiempo a esta parte, es cómo reflexiona el cine sobre el paso del tiempo en películas que, pasados diez años o más, retoman a personajes de títulos anteriores y los sitúa en otro tiempo, en otro espacio, en otra sociedad y en otras circunstancias.

 

¿Cómo ha tratado la vida a Gloria Duque, en los cerca de quince años que median entre “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto” y “Solo quiero caminar”? ¿En qué han cambiado las sociedades española y mexicana que nos muestra Agustín Díaz Yanes? ¿Qué queda de la impronta de Doña Julia en la protagonista, años después de su muerte?

 

Para el festival multidisciplinar Granada Noir es un orgullo y un placer contar este año, en su tercera edición, con la presencia del guionista y escritor Agustín Díaz Yanes, que recogerá el Premio GRN a toda una trayectoria dedicada al género negro.

Será el martes 3 de octubre, en el Teatro CAJAGRANADA, antes de la proyección de su obra maestra, “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, con la que se inicia el ciclo que AulaCine CAJAGRANADA dedica a la mujer en el género negro.

 

Tras la proyección, el cineasta mantendrá un coloquio abierto con el público en el que hablará de su cine y sus novelas, de la adaptación de Alatriste, del guion de “Madrid Sur”, una cinta de ciencia ficción que no pudo ser rodada por falta de financiación; y de su película más reciente, “Oro”, que ya está a punto de estrenarse en las salas de cine.

Una película que esperamos con ansia cinéfaga sin límites.

 

Jesús Lens

Country Noir con aroma a western

Que iba a haber tercera temporada de “True Detective”, lo sabíamos. Que el protagonista será el oscarizado Mahershala Ali, también. Que Nic Pizzolato volvería a estar al mando de operaciones, era incuestionable. Y el hecho de que David Milch colabore en el guion nos hace concebir grandes esperanzas acerca de la vuelta de la añorada serie: hablamos de un animal televisivo que ha participado en “Canción triste de Hill Street”, “La ley de Los Ángeles” o la mítica “Deadwood”, por no ser muy prolijos y venirnos a tiempos más recientes.

Lo que no sabíamos, hasta ahora, era que la trama de desarrollará en los Ozarks, un espacio mítico, sugerente y repleto de posibilidades narrativas y visuales que hemos descubierto en la excelente serie de Netflix titulada, sencillamente, “Ozark” y cuya primera temporada nos ha dejado babeando a los amantes del Noir. Y a los del Western.

attends the 2016 National Board of Review Gala at Cipriani 42nd Street on January 4, 2017 in New York City.

De acuerdo con la Wikipedia, “Los Ozarks, es una región montañosa densamente arbolada situada en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Se extiende desde San Luis hasta el río Arkansas, ocupando un área de unos 122.000 km² en los estados de Missouri, Arkansas y Oklahoma y una parte muy pequeña en Kansas”.

Solo leer esos nombres hace que los buenos aficionados al Western sintamos una tentación casi irrefrenable de descolgar el viejo winchester de la chimenea, calzarnos las botas de cuero, ponernos las espuelas, ensillar al caballo y salir a cabalgar.

 

Solo que el Oeste ha cambiado mucho y el tan pavisoso como adecuado actor Jason Bateman, en vez de encarnar a un bienintencionado leguleyo del Este que pretende llevar el imperio de la ley a los dominios de Liberty Valance; interpreta a un asesor financiero de Chicago que lava el dinero del narco y ha de salir por pies de la Ciudad del Viento para esconderse en los Ozarks, arrastrando a su familia con él.

Pero los Ozarks no le reciben precisamente bien. Sobre todo, cuando empiece a meterse en la vida de sus vecinos, alterando un frágil ecosistema en el que las especies más amenazadas y en mayor peligro de extinción no son los pinzones y los abejarucos, precisamente.

 

Y ahí es cuando el término redneck sale a relucir, en toda su extensión. Redneck no tiene una traducción fácil al español. Cateto, paleto o patán no están a la altura de un término que es más, mucho más que todo eso. Y no digamos ya “campesino”, otra de las acepciones conferidas por la RAE.

 

Cuando hablamos de rednecks, nos referimos a los habitantes de la América profunda que, alejados del mundanal ruido y campando a sus anchas en terrenos aislados, solitarios, escabrosos y de tan difícil acceso como los Ozarks, no solo han construido códigos culturales propios, sino que conforman comunidades ferozmente cerradas y violentas en las que predomina la endogamia y donde ser forastero es sinónimo de ser enemigo.

 

Esta modalidad salvaje -y, por lo general, oligofrénica y mentalmente disminuida- de cuellos rojos, tal y como se conocía originalmente a los agricultores de nuca abrasada por el trabajo bajo el sol, nos ha aterrorizado en películas como “Deliverance”, de John Boorman; o “La matanza del Texas”, del recientemente fallecido Tobe Hopper.

Pero hay otra modalidad de rednecks: los que practican una cultura de la resistencia y que, apegados a la tierra y a sus raíces, están orgullosos de vivir al margen de la sociedad, integrados en la naturaleza. Tipos duros y montaraces, como la protagonista de esa obra maestra que es “Winter’s bone”, por ejemplo.

 

A caballo entre los unos y los otros se sitúan los rednecks de “Ozark”, que odian que les llamen de esa manera. Y en ese estadio intermedio podríamos situar, también, a la familia Burroughs, dueña y señora de la conocida como Bull Mountain, emplazamiento del norte de Georgia en el que también se consume alcohol de maíz en tarro de cristal, destilado en alambiques caseros… mientras se trafica con drogas algo más modernas y sofisticadas. Como la metanfetamina.

Varias generaciones de Burroughs protagonizan la brutal y extraordinaria novela “Bull Mountain”, publicada por Siruela y en la que Brian Panovich nos conduce, con pulso firme y mano de hierro, por un territorio mítico tan indómito, complicado y salvaje como los Ozarks, en mitad de una guerra civil.

 

Porque Clayton Burroughs, decidido a romper con el estereotipo criminal de su familia, se convierte en sheriff. Algo que sus hermanos no ven con buenos ojos. Lo que no es de extrañar, a tenor de la siguiente declaración de intenciones, al principio de la novela: “Cooper Burroughs se sentó a mascar tabaco mientras observaba la espalda de su hijo de nueve años cavando su primera tumba. Había mucha más enseñanza en eso que en matar un ciervo con una cornamenta de ocho puntas”. Y es que, en ocasiones, una plácida jornada de caza puede terminar por írsenos de las manos…

Tanto el Western como el Noir son géneros en los que la fuerza del destino y la lucha contra la predestinación están muy presentes. Para conferirle dramatismo y fuerza a esos temas, la montaña, los ríos y los desiertos eran parte inherente e imprescindible de la trama de las películas del Oeste. Por su parte, en los policiales clásicos, el paisaje urbano se erigía en auténtica jungla de asfalto para gángsteres, policías y detectives.

 

Así las cosas, resulta de lo más estimulante descubrir nuevas novelas, películas y series de televisión capaces de fusionar el Western y el género negro, actualizándolos de forma creíble y atractiva, de forma que podamos seguir disfrutando de historias violentas desarrolladas en el corazón de la naturaleza salvaje… en pleno siglo XXI.

 

Jesús Lens

Almería, territorio mítico del Noir

No me gusta arrimar el ascua a la sardina del Noir y proclamar que clásicos de la literatura universal como “Crimen y castigo” de Dostoievski, por ejemplo, serían precedentes de nuestro género favorito. Hay gente que, con tal de “prestigiarlo” académicamente, consideran que los episodios bíblicos de Caín y Abel o el de los galeotes, del Quijote, serían puro género negro.

Y, sin embargo, desde que leí los poemas de García Lorca sobre los gitanos y sus cuitas con la Guardia Civil y, sobre todo, desde “Bodas de sangre”, no puedo evitar encontrarle una dimensión muy negra y criminal al más universal de nuestros poetas. De hecho, estoy seguro de que si los fascistas no le hubieran asesinado en 1936, habría terminado por escribir género negro, que Hammett publicó lo mejor de su obra entre 1929 y 1934 y Chandler, en la década de los 40 del pasado siglo.

 

El caso es que, en un país serio, el cortijo de “Bodas de sangre”, conocido como el Cortijo del Fraile y situado en el término municipal almeriense de Níjar, sería un Bien de Interés Cultural que iría más allá de la calificación administrativa y estaría restaurado y en uso, en vez de presentar el lamentable estado ruinoso que muestra en la actualidad.

Me acordaba de ello mientras veía “La novia”, la película de Paula Ortiz que volvió sobre el conocido como Crimen de Níjar que, el 22 de julio de 1928, sacudió a toda España.

 

La historia es bien conocida: Francisca Cañadas Morales, que vivía en el famoso Cortijo del Fraile, huyó a caballo con su primo, Francisco Montes Cañadas, el mismo día en que iba a casarse con Casimiro Pérez Pino. El hermano del novio abandonado salió en busca de los prófugos y, cuando los halló, mató a Francisco, del que su prima estaba enamorada desde que eran niños. Ella consiguió salvar la vida, estableciéndose cerca de Níjar, donde vivió hasta el día de su muerte. Nunca se casó y jamás concedió una entrevista.

 

Con estas mimbres, la mítica Colombine, Carmen de Burgos, escribió la novela “Puñal de claveles” y, se supone, Lorca se inspiró en aquella luctuosa historia para escribir su famosa tragedia en verso.

La película de Paula Ortiz, en la que una sensacional Inma Cuesta da vida a la novia, es un desaforado poema visual tan interesante como desmedido, filmado entre la Capadocia turca y Los Monegros.

 

El resultado final, visualmente hablando, es espectacular. Pero me quedó un cierto poso amargo porque no se filmara en el propio Cabo de Gata, que Almería es una tierra históricamente vinculada al cine, desde los tiempos del spaghetti western.

Quizá por eso me ha gustado tanto la novela “La mala hierba”, del escritor murciano Agustín Martínez. Por la brillante utilización que hace del paisaje desértico de Almería, consiguiendo que el lector masque el polvo del terreno o que el frío de la madrugada le cale los huesos. Y todo ello en una historia radicalmente contemporánea.

 

Publicada por Plaza y Janés, “La mala hierba” cuenta la historia de una familia compuesta por tres personas: Jacobo, que acaba de perder su trabajo en la gran ciudad; su esposa Irene y la hija de ambos, Miriam, una joven preadolescente a la que va a costar trabajo adaptarse a la vida en Portocarrero, pueblo del desierto almeriense. De hecho, la familia no va a vivir en el propio pueblo, sino en el viejo cortijo familiar, bastante deteriorado, y al que se llega a través de un carril en mal estado.

No va a ser fácil la vida allí. Algo que sabremos desde el principio de la novela, cuando unos desconocidos entran en el cortijo y la emprenden a tiros con la familia.

 

A partir de dicha premisa, la novela irá hacia delante y hacia atrás, en una narración muy cinematográfica que conecta a “La mala hierba” con clásicos del cine norteamericano como “Conspiración de silencio” o “Perros de paja”, dos atípicos westerns. Tan atípicos como esta novela, en la que la narración avanza, a veces, a golpe de conversaciones de whatsapp.

“Twin Peaks” nos enseñó que, más allá de la fachada amable, en un pueblo pequeño puede anidar tanta o más corrupción moral que en una gran y despersonalizada ciudad. Y que, por mucho que sus habitantes se saluden por su nombre cada mañana y tomen copas juntos, por la noche; los odios cervales e inveterados, la envidia, la codicia, la soberbia y el resto de los pecados capitales encuentran un inmejorable caldo de cultivo en pequeñas comunidades en las que los roles vienen dados desde tiempos inmemoriales.

 

“La mala hierba” es una novela de personajes y de ambientes cuya trama tiene giros y escorzos que sorprenden al lector, dejándole con la boca abierta en más de una ocasión. Una novela de más de 400 páginas que no me extrañaría que, pronto, veamos convertida en película. O en serie de televisión. Y, en este caso, sí me gustaría que fuera filmada en los parajes naturales en los que transcurre la acción.

Esa Almería que, desde “Campos de Níjar”, de Goytisolo, se ha convertido en un territorio mítico gracias a una naturaleza austera y exigente que reduce y aplasta al ser humano, mostrándole qué insignificante puede llegar a ser y obligándole a dar lo mejor de sí mismo para salir adelante.

 

Jesús Lens

De antorchas, fuego y furia

Aterroriza, y mucho, que el ex líder del Ku Klux Klan le recuerde al Presidente de los Estados Unidos, a través de Twitter, que “fueron los americanos blancos quienes te llevaron a la presidencia y no los radicales de izquierda”. Aterroriza e indigna que lo haga cuando un supremacista blanco ha empotrado su coche contra una manifestación pacífica que protestaba por una reunión de nazis, racistas y antisemitas en la ciudad de Charlottesville, matando a una persona y dejando varios heridos a su paso.

De las muchas imágenes del atentado terrorista ejecutado por James Alex Fields y del contexto en que se produjeron, vamos a poner el acento en dos. La primera, la imagen del terrorista, un fulano de Ohio de veinte de años de edad, descrito por su tía como “un chico muy tranquilo” y relacionado con la organización Vanguard America, un grupúsculo de extrema derecha que aboga por “un gobierno basado en la ley natural” y opuesto a lo que consideran una “falsa noción de igualdad”.

La otra imagen relevante es la de un grupo de hombres blancos blandiendo antorchas, en Virginia, el día del atentado, para reivindicar una América blanca que ponga coto a la inmigración. Una imagen que nos retrotrae a un pasado ignominioso que creíamos superado, pero que se empeña en volver a la actualidad.

 

Desde esta sección defendemos una cultura noir que reflexione sobre algunos de los temas sociales de más candente actualidad. Y, hoy, el racismo manda. Por desgracia. Hablemos, pues, de dos películas que nos van a ayudar a contextualizar y comprender el entorno en que se forjan mentalidades como la de Fields o las de la turbamulta supremacista que, antorcha en mano, amenaza con hacer justicia a través del fuego y la furia.

Año 1932. El director de cine alemán Fritz Lang es convocado a una reunión con Jospeh Goebbels, jefe de la propaganda nazi, quien le propone que se ponga al frente de los estudios UFA y, por tanto, de la cinematografía alemana. El realizador le confiesa al dirigente nazi que su madre tiene ascendencia judía, a lo que Goebbels le responde que “nosotros decidimos quién es judío y quién no”.

 

Nada más terminar la reunión, sin hacer equipaje ni ordenar sus asuntos, Lang compró un billete de avión para París y se marchó con lo puesto, dejando atrás su carrera, su vivienda, sus propiedades, a su familia y amigos y… la posibilidad de convertirse en uno de los cineastas más poderosos e influyentes del mundo.

En París rodó una película, con poco éxito, y se trasladó a Estados Unidos. En 1936 filmó su primer filme norteamericano: “Furia”, en la que se cuenta la historia de Joe Wilson, un viajante de comercio que, de paso por una pequeña ciudad, es detenido y falsamente acusado de un crimen que no había cometido. Mientras está en prisión preventiva, la rumorología congrega a una multitud de “buenos ciudadanos” frente a la cárcel, a la que terminan por prender fuego mientras tratan de hacer justicia… por la vía de linchar al sospechoso forastero.

Interpretada por Sylvia Sideney y Spencer Tracy, “Furia” es una obra maestra del género negro a través de la que Lang invita a los espectadores a reflexionar sobre la furia ciega que, prendiendo de forma irracional, convierte a un grupo de supuestas buenas personas y ejemplares ciudadanos en una masa irracional capaz de los peores dislates, crímenes y desatinos.

 

Una feroz crítica al fascismo que, apelando a los más bajos instintos -miedo, odio y falsa seguridad- convierte al forastero, al que viene de fuera, al que es distinto, al Otro; en víctima de una ira irracional.

Yendo un poco más allá, profundicemos en el sustrato de la Norteamérica racista, en cómo son y cómo se forjan esos supremacistas blancos de la América profunda. Que los hay de ascendencia nazi y los hay que no. Lo explicaba, inmejorablemente, el cineasta Costa Gavras en una película excelente cuyo visionado debería ser obligatorio: “El sendero de la traición”.

 

Dirigida en 1988, la película del cineasta griego disecciona el fenómeno del racismo con enorme clarividencia, dándole a la narración un montón de matices que la hacen creíble, atractiva y antipanfletaria, igual que haría dos años después con el nazismo residual en la espléndida “La caja de música”.

Tom Berenger, que un par de años antes se había consagrado con “Platoon”, interpreta a un hombre atractivo, fuerte, familiar y carismático del área rural de Nebraska. Lo que podríamos definir como un hombre de una pieza. Un buen tipo.

 

Debra Winger es la mujer que, irremediablemente, se enamora de él. Pero, en cuanto ella empieza a profundizar un poco en la vida Gary y a rascar en la superficie de su idílica existencia, surgirán aspectos contradictorios que la llevarán a cuestionarse su elección.

“El sendero de la traición” es un thriller muy interesante que toca un tema poco habitual en el cine y que, por desgracia, ha cobrado la máxima actualidad. Un retrato de la sociedad norteamericana que dista mucho de la imagen cosmopolita con que identificamos a Nueva York, Los Ángeles y, de un tiempo a esta parte, Chicago; urbes en las que transcurren buena parte de las tramas de las películas de Hollywood.

 

Cuando, a comienzo de este año, glosábamos las maravillas de “Comanchería”, decíamos que era una película inmejorable para comprender la base sociológica que condujo a Trump a las Casa Blanca.

Menos de un año después, la irresponsabilidad de su mandato provoca que el líder del Ku Klux Klan felicite a Trump por sus declaraciones en Charlottesville y que los acontecimientos de estos nos parezcan algo más que una anacronía o una raya en el agua.

Vean “Furia”, “El sendero de la traición”, la citada “Comanchería” o la prodigiosa “Nebraska” de Alexander Payne. Porque las cosas no ocurren por casualidad y el cine siempre está ahí, para ayudarnos a contextualizarlas y entenderlas.

 

Jesús Lens