Vamos con la segunda parte del programa doble “Cinéfilos contra la Esclavitud”, del pasado sábado, que empezamos con “Lincoln”. ¿Habéis visto ya ambas películas?
Ahora mismo no hay un director con más personalidad y con un estilo más reconocible que Quentin Tarantino. Da lo mismo que nos cuente su versión de la II Guerra Mundial (de cómo fue y, sobre todo, de cómo pudo y cómo debió ser) que su interpretación del cine de gángsteres o de artes marciales. Tarantino, en realidad, hace distintas variaciones de un mismo tema: él mismo.
Bueno, él mismo y su forma de ver, leer y entender el cine, los cómics, la televisión, la literatura pulp y la música.
La vida, o sea.
Howard Hawks fue un director aventurero al que le encantaban la caza, la pesca, la velocidad, las carreras de coches, la aviación y la naturaleza salvaje. Y esa forma suya de ver, entender, sentir y vivir la vida; la traducía en maravillosas películas de aventuras. Huston fue otro director por el estilo, bigger than life.
¿Han reparado ustedes en la extrema palidez que siempre presenta Quentin Tarantino, en todas sus fotos o en cualquiera de sus apariciones públicas? ¿No les resulta raro, en un tipo que vive en la soleada California, en la mítica Los Ángeles, que presente un aspecto tan macilento?
Y es que Quentin se debe pasar la vida encerrado en casa, o en los cines, o en los clubes. O en las tiendas de tebeos. Para Quentin, la vida es eso: ver películas y series, leer tebeos y novelas pulp y escuchar música. Y, así, su cine se nutre de dichos elementos: masticados, deglutidos y regurgitados.
Nada más empezar “Django desencadenado” (la D es muda), los títulos de crédito y la banda sonora nos sitúan en un escenario muy reconocible, en un universo temático con identidad propia: el Spaghetti Western. Y la primera secuencia se resuelve como tal: con un formidable tiroteo. ¿Nada nuevo bajo el sol? ¡Por supuesto que sí! Porque ahí está el magisterio de Christoph Waltz, una presencia y unos diálogos que se erigen en lo mejor de la película.
Quizá para desagraviar a los alemanes, tan duramente retratados en “Malditos bastardos”, en esta nueva película, Tarantino convierte en héroe a un alemán para el que los ciudadanos de color, lo negros, son estrictamente eso: ciudadanos.
¡Y cómo lo demuestra, siempre que puede! ¡Y cómo responde Django! Y vaya fangales en que se meten, ambos, antes de afrontar la parte final de la película, en la que comparten el protagonismo con un Leonardo Di Caprio que borda su papel de villano y un Samuel L. Jackson cuya presencia en pantalla queda desvirtuada por el bochornoso doblaje en español: convertir el acento sureño del Mississippi en un supuesto y trasnochado andalú cutre es algo que no le aporta nada a la película y que ridiculiza hasta el extremo a un personaje que debería ser maléfico e inquietante, pero que resulta lamentable y patético.
“Django desencadenado” es un western desmesurado, como desmesurado es todo lo que hace Tarantino. Y abrasador. Sus diálogos, deslumbrantes, piden a voces su publicación en formato editorial; la música, por supuesto, es majestuosa y la coreografía de la violencia manejada por Tarantino, del más alto nivel.
Los actores, soberbios. Los anacronismos (las gafas de sol, el rap…), encajan perfectamente en la narración y el ritmo, aun para una película que se acerca a las tres horas de duración, no decae un ápice.
Y un detalle cromático que, si Spike Lee fuera a ver la película, en vez de criticarla sin pasar por taquilla, no dejaría pasar por alto: esos costurones de sangre que continuamente salpican diferentes superficies blancas, sean el algodón, la piel de un caballo o las níveas paredes de una casa. Cuajarones de sangre que tiznan de rojo y avergüenzan la conciencia de un grupo de seres humanos que, durante un tiempo, y no tan lejano, se sentía superior a otro.
Aunque, en realidad, no sé porqué hablo en pasado. Por mucho que Obama esté en la Casa Blanca, el racismo sigue siendo una desgraciada enfermedad mental que aún aqueja a mucha gente. A demasiada gente. Y películas como “Django desencajado”, bien que hacen en hurgar en la herida, de forma salvaje, sanguinolenta y brutal. Por paródica que sea.
Jesús Lens