De todos los cuerpos que
pusieron sus manos sobre mi espalda
el suyo ha sido con mucho
el que mejor ha sabido llevar en ellas
el peso de mi alma corrompida.
Apenas puedo explicar por qué la quise
pero recuerdo que entonces lo hice
en poemas que no valían una mierda:
más tristes que su última coartada.
El mundo me parecía insignificante
cuando aquella cama,
líneas paralelas de humedad,
huellas suaves tras el momento de la caída,
era el epicentro del amor.
Las pocas veces que me dejó abrazarla
después le miraba fijamente
siguiendo el rastro en sus pupilas
de todos sus amantes anteriores
y sus amistades,
hombres y mujeres que, en desfile multicolor,
pasaban para recordarme que yo era uno entre un millón.
Que llega la luz del alba
o tal vez la mala hora
enganchada al taxímetro,
para decirme que el mundo ya no es nuestro.
Íbamos al mismo bar,
nos gustaban las películas sangrantes,
esas en las que estalla tu corazón,
21 gramos, por ejemplo,
y aquellos versos que nunca escribió Ignacio
-pero que le pegaban-
que hablan de lo hermoso que será morir cuando llegue
la noche de al fin morir al fin
de al fin, amor mío, de morir la noche de al fin
morir… en el país sin nombre, sin despertar y sin sueños,
y que él hubiera escrito,
claro está,
con resaca y mucho humo.
Escribo este poema
y mientras la noche cubre tu pecho como un velo
-como el de mi más preciada marioneta-
sé que no puedo reemplazarle,
aunque alguien te dijo que
yo podía ser hermoso,
que aprendía rápido
y casi me convences
de que no es inútil invocar
la oscura mística de nuestro tiempo juntos.