CUAVERSOS DE… ¡IGNACIO!

De todos los cuerpos que

pusieron sus manos sobre mi espalda

el suyo ha sido con mucho

el que mejor ha sabido llevar en ellas

el peso de mi alma corrompida.

Apenas puedo explicar por qué la quise

pero recuerdo que entonces lo hice

en poemas que no valían una mierda:

más tristes que su última coartada.

El mundo me parecía insignificante

cuando aquella cama,

líneas paralelas de humedad,

huellas suaves tras el momento de la caída,

era el epicentro del amor.

Las pocas veces que me dejó abrazarla

después le miraba fijamente

siguiendo el rastro en sus pupilas

de todos sus amantes anteriores

y sus amistades,

hombres y mujeres que, en desfile multicolor,

pasaban para recordarme que yo era uno entre un millón.

Que llega la luz del alba

o tal vez la mala hora

enganchada al taxímetro,

para decirme que el mundo ya no es nuestro.

Íbamos al mismo bar,

nos gustaban las películas sangrantes,

esas en las que estalla tu corazón,

21 gramos, por ejemplo,

y aquellos versos que nunca escribió Ignacio

-pero que le pegaban-

que hablan de lo hermoso que será morir cuando llegue

la noche de al fin morir al fin

de al fin, amor mío, de morir la noche de al fin

morir… en el país sin nombre, sin despertar y sin sueños,

y que él hubiera escrito,

claro está,

con resaca y mucho humo.

Escribo este poema

y mientras la noche cubre tu pecho como un velo

-como el de mi más preciada marioneta-

sé que no puedo reemplazarle,

aunque alguien te dijo que

yo podía ser hermoso,

que aprendía rápido

y casi me convences

de que no es inútil invocar

la oscura mística de nuestro tiempo juntos.