Igualdad. Es un anhelo básico del ser humano. O debería serlo. Pero, a nada que lo pensemos y miremos a nuestro alrededor, sabremos que no es así. El ser humano es desigual por naturaleza y, desde que nace, las situaciones de desigualdad por las que transita su vida no hacen más que agrandarse.
¿Es necesario poner ejemplos de algo tan obvio y palmario? ¡Lo diferente que resulta venir al mundo en un punto u otro de la geografía planetaria, sin hacer juicios de valor sobre las bondades de ser alumbrado en un hospital privado de Manhattan o en una aldea de la estepa siberiana!
No es igual nacer hombre o mujer; de la ahí la imprescindible lucha de los movimientos feministas, desde tiempos inmemoriales a este siglo XXI en el que tanto falta por conseguir. No es igual nacer en el campo que en la ciudad ni hacerlo en un barrio céntrico que en la periferia. Insisto: sin hacer juicios de valor.
La desigualdad es una de las características inherentes a cualquier organización social y los poderes públicos deben luchar por la existencia de una igualdad de oportunidades que permita a todos los ciudadanos desarrollarse en las condiciones más favorable posibles, pero partiendo del respeto a la diversidad y a la individualidad.
Estos días, el debate sobre la igualdad se centra en la entrada de Urdangarín en la cárcel de Brieva. De hecho, el cuñado del Rey lleva copando la conversación sobre la igualdad de los españoles ante la ley desde que comenzaron las primeras investigaciones sobre sus primero venturosas y, después, desventuradas aventuras empresariales.
Cientos de miles de personas se han tenido que ir tragando sus catastrofistas vaticinios: van a dar carpetazo a la investigación, no van a llegar a juzgarle, le van a absolver en primer instancia, le van a absolver en segunda instancia, le van a indultar, van a suspender la condena, no va a entrar en prisión… Y, ahora que está en el talego… ¡más madera!
Mientras, las condenas a esos ricos futbolistas que defraudan a Hacienda -a usted y a mí, que en esto, Hacienda sí que somos todos- pasan de rondón y la gente sigue gastándose 100 euros en una camiseta oficial con su nombre y su número impresos.
¿Qué tal si le echamos una pensada a lo de elegir nuestras próximas causas de furibunda indignación?
Jesús Lens