A nadie escapa que la desinformación se ha convertido en un arma letal en los tiempos de las redes sociales y la inteligencia artificial, una severa amenaza capaz de socavar los pilares de nuestros sistemas políticos. Tan grave es la cuestión que la propia UE dictó un Plan de Acción contra la desinformación a través de la Comisión el 5 de diciembre de 2018.
Y es en este marco que el Gobierno de Sánchez e Iglesias ha dictado la polémica orden ministerial sobre el Procedimiento de actuación contra la desinformación que tanto revuelo ha armado. PP y Cs criticaron la iniciativa como un intento de crear el Ministerio de la Verdad de George Orwell y numerosas voces alertaron del peligro de censura y control de los medios de comunicación. Lo que no es de extrañar cuando la mismísima ministra de Exteriores señaló que “se trata de limitar que se puedan vehicular falsedades a través de radios y televisiones…”. ¡Toma ya!
Luego resultó que no era exactamente eso. Se ve que no se había explicado bien. Que no era lo que quería decir. Es uno de los grandes problemas de este Gobierno: se fían tan poco los unos de los otros que ni los ministros se enteran de en qué están sus colegas.
Aunque el Plan del Gobierno haya sido avalado por la UE, sigue ofreciendo muchas sombras y es una muestra más de la pasión que el Ejecutivo de Sánchez siente por sí mismo. La desinformación masiva es un peligro de la suficiente entidad como para que en su gestión también participen los poderes legislativo y judicial. Es una cuestión de Estado, y no solo de Gobierno. Ni de éste ni de los que están por venir.
Que Pablo Iglesias sea vicepresidente del Gobierno, con su querencia por el control de los medios de comunicación, tantas veces explicitada en público; tampoco resulta tranquilizador, precisamente.
Es necesario arbitrar el Plan de Acción contra la desinformación. Lo hemos visto estos días con el llamado ‘Expediente Royuela’ impulsado por un ultraderechista que acusa de haber cometido cientos de asesinatos -sic- a fiscales y funcionarios de nuestro país. Pero hay que hacerlo bien. Que sea una competencia del Estado, y no solo del Gobierno, y que sea transparente en su redacción, alejando cualquier posibilidad de abrir la puerta al control de los medios. En aras de la libertad de prensa, resulta esencial.
Jesús Lens