La columna de hoy de IDEAL, en que hablamos de un tema tan clásico como obligatorio, y siempre polémico…
Hace unos días, durante la presentación de nuestro libro, «Hasta donde el cine nos lleve», decía que me hacía especial ilusión contar con la presencia de Andrés Sopeña, el que fuera uno de mis profesores de Derecho, posiblemente, el que mayor huella me dejó durante la carrera. Y no precisamente porque me sienta versado en Derecho Internacional Privado, sino porque fue uno de esos Profesores, con mayúsculas, que nos incitaban a pensar, a discurrir, a buscar la esencia de las cosas más allá de lo aparente, a cuestionar las supuestas verdades inmutables que nos vienen dadas desde tiempos inmemoriales.
Cuando repaso la lista de todos los profesores que he tenido, son dos las personas que más han influido en mi vida. Dos mujeres. Una, Cecilia, mi tutora durante los tres años de la segunda etapa de la EGB en el colegio de la Caja de Ahorros. La otra, Julia. Julieta. Mi madre. Que también daba clases. En el Sagrado Corazón. Y, por supuesto, en nuestra casa, a mi hermano y a mí.
Hace unos días, una de esas admirables y comprometidas madres que, además de mandar a su hijo al colegio, se involucran directa y personalmente en su formación, me soltaba una frase lapidaria tan cargada de sentido como de verdad: «Los niños se forman en la escuela, pero se educan en casa».
Según los resultados de una reciente encuesta, parece que hay un cierto consenso en que los padres juegan un papel determinante en la educación de sus hijos, pero, a la hora de la verdad, cuando constatamos que vamos retrocediendo en los rankings educacionales internacionales, le echamos la culpa al sistema, a las leyes educativas, a los colegios, a los profesores… a cualquiera menos a nosotros mismos.
Esa misma madre, cuando habla de las clases, los deberes y las evaluaciones de su hijo, lo hace en primera persona del plural: «tenemos que memorizar una poesía», «hemos aprobado Cono» o «el inglés nos cuesta mucho trabajo». Para ella, los éxitos o fracasos de su hijo son algo suyo, personal y propio.
Por eso, seguramente, nunca hará falta que a este niño le paguen un sueldo por ir a clase y terminar su formación secundaria. Pero, por desgracia, no todo el mundo reverencia la educación y la formación de la misma manera. Y, en muchas familias, sobre todo en las monoparentales, un pequeño sueldo complementario es lo que puede separar una vida digna de una menesterosa. Como ejemplo, una película tan sencilla como clarividente, «Frozen river».
Recompensar económicamente a un gandul de dieciséis años, hijo de papá, por asistir a clase, nos puede parecer bochornoso. Pero hacerlo al mayor de tres hermanos, cuya madre tiene un trabajo precario y ha de sacar adelante ella sola a su familia, permitiéndole continuar con su formación en vez de verse obligado a dejar los estudios para colaborar al sostenimiento familiar, es casi una cuestión de justicia en sociedades opulentas como la nuestra.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.