Es muy probable que, del Centro Lorca, oigamos mucho más de ahora en adelante. En clave positiva y artística, me refiero, que el próximo lunes comienzan a llegar las piezas de la exposición «Una habitación cerrada”, como anticipo del desembarco definitivo -o temporal, ya se verá- del Legado lorquiano.
Es de justicia, sin embargo, reconocer el trabajo realizado hasta la fecha por los gestores de un Centro Lorca que, a la chita callando, han promovido actividades tan variadas como interesantes, de charlas, conferencias, encuentros, talleres y conciertos -por más que la infraestructura técnica esté cogida con pinzas- a soberbias exposiciones como aquella dedicada a Don Quichotte, propiciada por la Alianza Francesa de Granada.
Así las cosas y hasta el próximo domingo, todavía tienen ustedes ocasión de disfrutar de la muestra dedicada a Eduardo Arroyo, si aún no lo han hecho. A sus más de ochenta jovencísimos y vibrantes años, el artista madrileño, una de las figuras capitales del arte español de las últimas décadas, presenta “Granada”, una exposición muy interesante que muestra muchas de las facetas de un creador inquieto, inclasificable, original, comprometido social y políticamente y dotado de un poderoso sentido del humor más ácido, crítico, sarcástico y vitriólico.
Hay un concepto que siempre me ha parecido muy divertido y simpático: artes aplicadas, que me hace pensar en un alumno muy serio y concentrado que, sacando la punta de la lengua, se afana sobre el papel, tratando de clavar la caligrafía o ajustar las cuentas al céntimo.
Frente a las Bellas Artes, las artes aplicadas o artes menores incorporan los ideales de la composición y la creatividad a objetos de uso diario. Y la muestra de Arroyo es un magnífico compendio de bella arte y, además, muy aplicada. Sus libros de artista, por ejemplo, que son una joya. Y sus colaboraciones para las portadas de diferentes publicaciones.
Pero de esta exposición, más allá de las espectaculares creaciones inspiradas en, por y para Granada o su original trabajo de ilustración para el libro “La cocina del sultán”, de Carlos Ballesta; me quedo con su pasión por el boxeo y el libro que le dedicó a Panamá Al Brown, el primer boxeador hispano capaz de convertirse en campeón mundial, una figura famosa y muy apreciada en la Europa cultural y bohemia de los convulsos años 30 y 40 del pasado siglo. ¡Véanla!
Jesús Lens