Domingo. Entorno del Palacio de los Deportes. Quedo para tomar unas cañas en uno de los bares más populares y concurridos de la zona. Aunque apenas pasan unos minutos de la una, su terraza está llena. Como hace buen tiempo y no tengo ganas de encerrarme, opto por sentarme en la terraza del bar de al lado donde, misteriosamente, no hay un alma.
Resulta curioso el contraste. A un lado, todo de bote en bote. Al otro, vacío absoluto. ¡Qué injusta puede ser la vida! Unos tanto y otros tan poco… Me pongo filosófico y meditabundo, reflexionando sobre el ser y la nada a sabiendas de que todavía pasaré un buen rato a solas, que me he adelantado mucho.
Mientras en el bar de al lado un diligente camarero no deja de entrar y salir del garito, llevando bandejas repletas de cervezas, vinos y tapas humeantes; nadie sale del mío siquiera a preguntar qué quiero. Como es temprano y no tengo prisa, sigo leyendo mi IDEAL tranquilamente. Eso sí: reconozco que estuve por pedirle una birra al chaval del bar de al lado. Por hacer la gracia, más que otra cosa.
Diez minutos después se queda libre una mesa en la terraza del bar de al lado. Salto como un resorte, abro codos, tomo la posición en la zona y consigo hacerme con una mesa de privilegio. Un par de minutos después estoy dándole el primer trago a mi Alhambra Especial mientras espero a que se enfríe la tapa de morcilla.
Imagino que los del bar de al lado se pasarán la vida rumiando sus penas y quejándose amargamente por lo mal que les va el negocio, haciendo cuentas y lamentándose de que no les salgan los números. A lo peor, acaban cerrando. Y vendrá otra persona a hacerse cargo del bar. Y le costará Dios y ayuda levantarlo dado que clientes con mala experiencia previa, como yo, no volverán a sentarse en su terraza ni aunque les den dinero, esperando pacientemente a que se quede vacía una mesa en el bar de al lado.
Jesús Lens