La vi nada más llegar de mi viaje por los países escandinavos, este verano. La vi en la estantería de una Gran Superficie, pero, como iba a bajar a la costa ese mismo fin de semana, se la encargué a Antonio 1616 Books, mi librero de cabecera en Salobreña.
Sol, playa y horas por delante. Muchas horas, seguidas e ininterrumpidas. Para mí, de las muchas cosas buenas que tiene Carchuna, una de las mejores es que funciona como un Banco del Tiempo que me permite multiplicar la duración de los fines de semana. Dicen, las malas lenguas, que allí no hay nada que hacer. En la Chucha. No hay bares, tiendas ni chiringuitos. No hay nada, más allá de una playa incómoda y llena de piedras. Y tiempo. Mucho tiempo. Tiempo que se estira y se multiplica y que, por eso, genera réditos e intereses. De ahí que las 550 páginas de la novela de Kim Leine cayeran a una velocidad vertiginosa. Y eso que “El fiordo de la eternidad” no es una lectura fácil.
La frase promocional impresa en la maravillosa portada diseñada por la editorial Duomo en su colección Nefelibata, señala: “Un canto al eterno deseo de libertad”. Y, leo la contraportada: “Año 1782. El joven Morten Falk se traslada a Copenhague para estudiar teología. Sin embargo, su espíritu racionalista y libertino lo llevan a tomar decisiones totalmente opuestas al destino que le ha trazado su familia. Morten parte entonces hacia Groenlandia, el último baluarte tribal que todavía queda por someter a las reglas del hombre europeo. En esos confines de la civilización donde ha brotado una rebelión que sueña con el ideario de la Revolución Francesa va a encontrar su felicidad y su perdición”.
Honestamente, reconozco que pensé que me iba a enfrentar a la lectura de una especie de “Bailando con lobos” o “El último mohicano”, cambiando las verdes praderas de Norteamérica por las oscuras aguas de los mares del norte y sustituyendo a los indios semidesnudos por otros nativos cubiertos de pieles hasta las orejas.
Y, seguramente por eso, me resultó estremecedor el comienzo de la novela, siguiendo a un complejo y complicado Morten Falk, cuyas relaciones personales con las gentes de Copenhague son, por definirlas de alguna manera, complicadas. Muy complicadas. Quizá tenga que ver en ello la insania de una ciudad pestilente cuyo hedor y podredumbre, Leine hace perceptible en el lector. Nunca, desde que leí “El perfume”, la fisicidad de los aromas, fétidos en este caso, me había resultado tan real y cercana. Y nauseabunda. O la sensación de mareo al viajar en barco. O los efectos del escorbuto en los dientes. O el hambre, el frío y el delirio provocado por el alcohol.
Embarcarte en la lectura de “El fiordo de la eternidad” es entrar en una máquina del tiempo que, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, te permite conocer a una serie de personajes desmesurados que tratan de sobrevivir en un entorno igualmente desmesurado, hostil y tan atractivo como árido y complicado; condicionando sus vidas, pensamientos y actuaciones.
Un western polar. Una novela de iniciación, decepción, desolación y resurrección. Una novela en la que no hay buenos ni malos y cuyos personajes son el mejor ejemplo de antimaniqueísmo que se pueda imaginar. Una novela que te lanza en mitad del incendio que asoló la capital de Dinamarca en 1795 y que te hace presentarte allí, en mitad de las calles ardientes, escuchando el crepitar de las llamas e invitándote a coger un balde de agua para tratar de luchar contra el fuego. Aunque sepas que se trate de un ejercicio inútil.
Yo no puedo recomendarte que te embarques en la lectura de “El fiordo de la eternidad” igual que no te recomendaría embarcarte en un viaje por uno de los lugares más mágicos y singulares de la Tierra. Por supuesto, el viaje es fabuloso, deslumbrante, apasionante, adictivo y revelador. Pero ¿y si te mareas?
Jesús Lens, eternamente fiordo.
En Twitter: @Jesus_Lens