Venía hacia casa, del trabajo, pasadas las tres de la tarde. No sé en otros sitios, pero en Granada hace un frío del carajo. Y, para colmo, a esa hora llovía con desafuero.
La Avenida de Cádiz, una de las grandes arterias del Zaidín, estaba vacía. No es que a esas horas suela haber mucha gente por la calle, pero es que hoy estaba especialmente desangelada. Como el patio de un colegio en verano.
Iba maldiciendo el momento en que decidí que la pelliza ya se iba a quedar colgada en el armario hasta la temporada que viene, cuando le vi venir.
Todavía estaba lejos y yo no llevaba las gafas, pero me dio la sensación de que venía… ¡tocando la guitarra!
Y seguía lloviendo.
Y yo tenía cada vez más frío.
El tipo se acercaba, efectivamente, haciendo como que rasgaba las cuerdas de su esplendorosa guitarra negra, cubierta la cabeza con la capucha de una sudadera. Se le veía joven y me pareció que sonreía.
Todavía estábamos a cierta distancia, pero cuando su mirada se cruzó con la mía, lo tuve claro: aquel tipo me iba a agredir. No sé si con el fin de robarme o, sencillamente, por el gusto de hacerlo.
Pero me iba a estampar la guitarra en la cabeza.
No supe cómo reaccionar ni qué hacer. Ni siquiera pensé en cruzar la calle y alejarme de su trayectoria. Como un pánfilo, seguí caminando hasta llegar a su altura.
No puedo decir que ralentizara el paso. Ni que lo acelerara. Sencillamente, seguí mi camino. Y el guitarrista siguió el suyo. Mientras blandía la guitarra. Como si la estuviera tocando. Sonriendo. Bajo la lluvia.
Jesús Lens