Lo compré porque, pensé, debía leerlo.
Y acabé soñando con él.
El próximo viernes, CajaGRANADA hace entrega de su Premio de Cooperación Internacional a Somaly Mam, por su compromiso con la defensa de las mujeres y su decidida acción en la erradicación de la esclavitud sexual en países como Camboya, Laos o Tailandia.
Buscando información sobre ella, para preparar su presencia en Granada, vi que la editorial Destino había publicado su libro, “El silencio de la inocencia”, subtitulado “Cómo me liberé de la prostitución infantil e inicié mi lucha contra las mafias del sexo”.
Lo adquirí justo antes de irme unos días de vacaciones, a Senegal, y me propuse como deberes el leerlo por las mañanas, mientras hacía tiempo para encontrarme con mi amiga Ndeye, que vive a una hora de Dakar y con la que quedaba, por tanto, hacia las doce del mediodía.
Nunca me canso de recordar una máxima literaria que me dio mi querido Manuel Villar: cuando se viaja, hay que leer libros que contribuyan a potenciar los efectos del viaje en cuestión. Lo suelo hacer leyendo libros sobre el sitio que visito, pero en este caso, ha sido diferente. Más que potenciar, los precipitaba.
Por la mañana leía las barbaridades que los hombres hacen con las mujeres, a veces niñas todavía, descritas con todo naturalismo (sin crudeza, pero sin disimulos o paños calientes) por Somaly Mam, y luego hablaba con Ndeye, vendedora de artesanía de la Isla de Goreé, y me contaba cómo hay clientes que sólo quieren comprar productos si las vendedoras se los llevan, personalmente y solas, a las habitación de sus hoteles. Clientes que las invitan a comer e intentan emborracharlas o que les prometen opíparas cenas, pero sólo en los hoteles en los que ellos campan a sus anchas. Potenciales abusadores. Hijos de perra. O los que les ofrecen alquilarles un piso al que ellos irán cuatro o cinco veces por año, cuando consigan escapar de la tiranía de sus esposas.
Hay capítulos en el libro de Somaly en que confiesa haber tenido ganas de asesinar a algunos de los hombres que peor la trataron en su vida. Y no podía evitar acordarme de Lisbeth Salander y de “Los hombres que no aman a las mujeres”. Sí. Matar, a veces, debe ser una opción válida y razonable.
Porque Somaly fue vendida, cuando era niña, a un viejo cabrón que, después de manosearla y de permitir que fuera violada, la vendió a un proxeneta que la prostituyó y la hizo entrar en una espiral de miseria, violencia, sevicias y corrupción demoledora.
Aún así, Somaly tuvo fuerza. Y arrestos. Y suerte. Y consiguió salir de ese mundo, en parte, con la ayuda de algunos hombres buenos. Que algunos hay. Y decidió ayudar a otras niñas y jóvenes que, por miles, son violadas, abusadas, prostituidas y vendidas como esclavas en el Sudeste asiático. En su libro cuenta, además de su historia, la de otras decenas de niñas que, como ella, han sufrido en sus carnes las peores barbaridades que se pueden imaginar. Como que les cosan la vagina, en carne viva, para hacerlas pasar por vírgenes y que los clientes paguen más por acostarse con ellas.
En su libro, Somaly reparte responsabilidades entre todos los implicados en estas tramas de trata de mujeres. Que son muchos. Y variados.
“El silencio de la inocencia” se convierte, así, en grito que denuncia culpabilidades. Y que remueve conciencias. Y que impacta. Aunque sólo leía a Somaly por la mañana, después, cuando me iba a dormir y apagaba la luz, acababa teniendo pesadillas provocadas por la lectura de un libro que cualquiera que tenga pensado irse a hacer algo parecido a turismo sexual, debería leer antes de ponerse en marcha.
Para pensárselo.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.