¡Que si me acuerdo, me pregunta!
Qué gracioso, Daniel.
Os cuento.
Hace unos años, al principio de mis colaboraciones en las páginas de Opinión de IDEAL, coincidía con otro columnista, insultantemente joven, llamado Daniel Barredo.
¡Cómo conseguía irritarme, el tío! No siempre, claro. Pero a veces, sí. Ahora bien, ¡cómo escribía, el cabronazo! Era uno de esos jóvenes airados que no se mordían la lengua, dotados de una prosa tempestuosa, agitadora, deslumbrante y salvaje.
En cada uno de sus párrafos había una fuerza descomunal así que, aunque había veces en que sus tesis me sacaban de quicio, no podía dejar de leerle. ¡Demonios! Ni podía… ni quería.
Daniel Barredo hacía bandera de la incorrección política, pero se notaba que no era pose: le llevaba dentro.
Hubo una ocasión en que cargó contra los viejos, a quiénes otros hubiéramos llamado “la tercera edad”. Decía algo así como que habían caído unas gotas de lluvia y el viejo, torpe y desacostumbrado, se había puesto al volante. Y la había liado, claro.
No recuerdo si fue a ese artículo o a algún otro al que le contesté, a través de mi privilegiada columna. Y mira que a mí no me gustan las peleas públicas, los fuegos cruzados ni esas milongas tomboleras y populacheras. Pero algo de lo que escribiera Daniel fue la gota que colmó el vaso y le dediqué una columna con tintes de reproche.
¡Lástima ser tan descuidado y no haberla guardado!
En fin.
Después, Daniel dejó de publicar en IDEAL. Y le perdí la pista. Nunca más se supo.
Hasta que, hace unas semanas, leí en la prensa cultural que un tal Daniel Barredo había ganado el Premio Andalucía Joven de Narrativa 2011 por su novela “El viaje a Budapest”.
Y, casualidades de la vida, me lo encontré por el Facebook, amigo de una recién incorporada amiga, periodista y amante de la cultura.
Y lo agregué.
Y me aceptó.
Y me mandó un mensaje preguntando que si me acordaba de aquellas reyertas periodísticas nuestras…
¡Que si me acordaba, me pregunta!
El caso es que, al poco de ser amigos del Facebook, recibí un mensaje instándome, a mí y a otros compañeros cibernéticos, a leer su novela. Una novela que le está reportando graves consecuencias personales y familiares, según nos cuenta.
¿Por qué?
Pues porque, nada más leerla, “mis vecinos ya nunca más me verán como aquel adorable muchacho que nació para hacer cosas grandes, sino que torcerán las cabezas y me llamarán hijo de la gran puta. Mi familia no querrá saber nada más de mí y lo que es peor: no tendré a nadie a quien dar un sablazo”.
El autor escribe esto en un prefacio que es toda una declaración de intenciones.
En mis manos tengo un ejemplar de “El viaje a Budapest”, llamándome. A voces.
Empieza así:
“El coño de Rosario era tan vulgar como esa lata de anchoas en aceite de girasol que sirven en los bares de carretera. Tenía tantos pelos como la pantorrilla de un gigante y olía mal, a ostras podridas, a país sin agua.”
Escribo estas líneas un sábado por la noche. ¿Momento idóneo para empezar a leerlo? Lo sería si hubiera salido a la calle y volviera de tomar unas Alhambras con los amigos. O de algún concierto. O de apurar unas copas.
Pero no ataviado con un chándal disparejo y las zapatillas de paño puestas, desde que volví de correr, tal y como me hallo.
La verdad, para hacer justicia a un libro como el que, creo, va a ser éste, conviene empezar a leerlo un poco encanallado y engolfado, con sabor a alcohol en el gaznate y derrotado por la noche.
O quizá no. ¿Quién sabe?
En cualquier caso, ya os contaré.
Jesús expectante Lens
PD.- Veamos, en anteriores 18 de marzo, en qué estábamos: 2008, 2009, 2010 y 2011