– Ya está. Déjate ir.
Cada vez que reseño alguno de los ya escasos libros que leo de la editorial Anagrama, me sale la vena nostálgica. ¡Yo soy lo que soy, para lo bueno y para lo menos bueno, en parte, gracias (o por culpa) de un puñado de libros editados por Anagrama! Y es que ya no leo tanto como antes y la pasión por lo negro y criminal me ciega. Lo que hace que me pierda algunas de las maravillas que la editorial de Herralde, a buen seguro, sigue publicando.
En realidad, “En el café de la juventud perdida” lo leí mientras trabajaba en ese proyecto, terminado y entregado a la editorial ALMED, que es “Café Bar Cinema”. Leía todo lo que caía en mis manos sobre bares, cafés, tugurios, antros, garitos, etcétera. Y conforme lo terminé (sus 130 páginas de letra gorda se leen en un chispo), lo dejé en la balda de la estantería dedicada a la documentación del trabajo fílmico-literario… y hasta ahora.
La novela de Patrick Modiano se empieza a leer por la célebre portada amarilla y una foto en blanco y negro, con una chica que escribe a mano en un café, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos de su izquierda. Una imagen sencilla pero que, para mí, es pura poesía.
¿Quién esa Louki de la que todos hablan en la novela de Modiano? La hija de una trabajadora del Moulin-Rouge que vaga por un París que, como dijera Vila Matas, no se acaba nunca y se reinventa un día sí y otro también. Un París que es un personaje en sí mismo. Un París efervescente, en los años 60. Un París repleto de bohemios, poetas, locos, vagabundos y soñadores irredentos.
Como Louki. Y sus amigos.
La narración de Modiano está trufada, toda ella, de una triste melancolía. Desde la cita de Guy Debord con que se abre la narración: “A mitad del camino de la verdadera vida, nos rodeaba una adusta melancolía, que expresaron tantas palabras burlonas y tristes, en el café de la juventud perdida.”
Una narración, por tanto, de la que cuidarse si andas depre. O en la que sumergirte si, estando depre, te apetece regodearte en la tristeza. Porque no hay como un paseo por ese París otoñal y en blanco y negro para que la pena se instale en uno, de forma tan brutal como inasible.
Disculpad que, en este caso, no hable tanto de los personajes y la trama cuanto de la atmósfera, pero hace muchos meses que leí la novela y no me acuerdo de los detalles. Sin embargo, no quería que quedase sin reflejar que “En el café de la juventud perdida” es un notable ejercicio de introspección tan íntima como compartible.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.