Dos eran las razones fundamentales por las que tenía apuntada “En el valle de Elah” entre las películas imprescindibles para ver en el cine a lo largo de estas semanas. La primera, su director. Porque yo fui un gran defensor de aquella “Crash” que, como algunas tardes de toros, provocó división de opiniones en crítica y público. Sí. A mí sí me emocionó la oscarizada película de Paul Haggis que, además, ahora va a ser convertida en serie televisiva. Me gustó cómo trazaba los vínculos entre los personajes y cómo ligaba las diferentes historias, basadas en unas relaciones de causa-efecto muy mediatizadas por unas casualidades que jugaban un importante papel.
La segunda razón es que “En el valle de Elah” es la única película que nuestro querido, leído y respetado Carlos Boyero ha considerado como extraordinaria, sin peros ni matizaciones, desde que se ha instalado en El País. Que está el hombre como más pesimista, la verdad. Y allá que nos fuimos, Sacai y yo. A una de las salas más pequeñas de Neptuno. Coincidimos, martes a las 21.15, con otras veinte personas. Lo que no está mal. Y comienza la película. Y la angulosa cara de Tommy Lee Jones, más llena de arrugas que nunca, se apodera de la pantalla.
Pero, cuando termina el permiso de 72 horas y el chico sigue sin volver a la base, su padre, antiguo sargento de la policía militar, viaja hasta allí para saber qué ha pasado. Denuncia su desaparición y, a partir de ahí, inicia un descenso a los infiernos que nos recuerda, mucho, al de George C. Scott en “Hardcore. Un mundo oculto”.
La película es morosa y premiosa, sin estridencias. Como el carácter del padre, impresionante y terriblemente caracterizado por un Lee Jones que se adapta al papel como un guante. Sólo hay un momento en que, comprensiblemente, pierde los papeles. El contrapunto emotivo, sin embargo, lo pone el cortísimo papel de la madre, una Susan Sarandon más envejecida que nunca. Se desarrolla un conflicto de jurisdicciones, civil y militar, que introduce en escena a una policía joven y algo amargada, pesimista, pero aún no excesivamente maleada por la vida. Y ya están todos los protagonistas en pantalla, interactuando en una película que transmite una amargura y una desazón de lo más triste y pesarosa. A medida que los protagonistas van descubriendo la verdad de lo que pasó con el hijo de Tommy Lee Jones, a medida que éste va adquiriendo lucidez sobre la vida de su hijo, la película se va haciendo cada vez más ominosa y dura, espesa, densa. Siempre se ha dicho que la verdad jode, pero curte. La pregunta es, ¿necesitaba Tommy Lee, a las alturas de vida en que se encuentra, curtirse más aún? Por como termina la película, con el famoso y archicomentado fotograma de la bandera, está claro que sí.
Una película fría, dura y espesa. Sin acción. Sin sangre. Sin sentimentalismos. Una investigación que transcurre de forma serena, científica, metódica, hasta que la verdad se abre paso. Un bocado de realidad que muerde las tripas del espectador. Un trago de hiel para quienes aún creen que algo positivo puede salir de la invasión de Irak. Una película tan dura como necesaria.
Lo mejor: los actores y sus pétreas expresiones. La aparente falta de emoción de cada uno de sus fotogramas. Lo peor: la innecesaria historia de la mujer y el perro. No aporta nada y distrae la atención. Valoración: **** |
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