No veo tráilers. No veo anuncios. No leo entrevistas, críticas o reportajes. Antes de ir al cine, trato de no saber nada sobre las películas que voy a ver. Trato de preservar la magia de enfrentarme a una proyección lo más puro, virgen e inmaculado posible. Con perdón.
La última de Tarantino se estrenó a mitad de agosto. Como es larga —casi tres horas— y yo andaba con mi verano en bermudas, viajando por toda la provincia y escribiendo a borbotones; preferí esperar a septiembre para estar más relajado y tranquilo. Quería ver bien la película. En las mejores condiciones posibles. ¡Qué duros han sido esos últimos quince días de agosto! Me sentía solo, distanciado y alejado, poniendo barreras con muros de facebook y timelines de twitter en los que se hablaba de una película muy, muy especial: ‘Érase una vez en… Hollywood’.
Cuando se estrenó en el festival de Cannes, Tarantino pidió al público que la disfrutara, pero que no contara su argumento. Algo parecido a lo que hiciera Hitchcock en su día ante el estreno de ‘Psicosis’. O lo que debió hacer Shyamalan con ‘El sexto sentido’, por mucho que hubiera tanto ‘simpático’ empeñado en arruinarnos la función con tal de hacer una gracieta.
Aunque ustedes nos se lo crean, conseguí llegar a la proyección del pasado domingo sin conocer —apenas— nada sobre la película interpretada por Brad Pitt, Leonardo DiCaprio y Margot Robbie. ¡Y menos mal! Porque es un disfrute verla sin saber hacia donde te dirige el desenlace de la historia. Llegados a este punto, déjenme decirles que me ha gustado. No tanto como ‘Reservoir Dogs’ o ‘Pulp Fiction’, pero sí más que ‘Los odiosos ocho’, por ejemplo. A falta de volver a repasar la filmografía completa de Tarantino, la situaría a la altura de ‘Malditos bastardos’ y de ‘Django desencadenado’, con las que su nueva película tanto tiene que ver.
Por momentos, algunas digresiones se me hicieron largas y los diálogos, marca de la casa tarantiniana, algo excesivos. Por banales y repetitivos. Por contra, hay secuencias y personajes memorables, de los que se te quedan grabados en la retina por siempre jamás. A partir de aquí, estimado lector, usted lee bajo su propia responsabilidad, sabiendo que vamos a destripar el argumento de la película, incluido el final, algo necesario para poder analizarla como se merece.
Entre las mejores secuencias, la de la niña y DiCaprio, que interpreta a un actor famoso de series televisión del Oeste que anda de capa caída tras su frustrado paso al cine. Durante un rodaje, consumido por sus demonios, coincide con una actriz infantil a la hora de la comida. Ambos mantienen un —este sí— maravilloso, surrealista y esclarecedor diálogo. Posteriormente, el rodaje de la secuencia que protagonizan juntos se convierte en un espectacular ejercicio de exorcismo, vital y artístico. ¡Esa mirada! Una primera carta de amor al cine. De respeto por el séptimo arte.
La segunda secuencia para el recuerdo: Brad Pitt visitando el rancho donde se refugian los miembros de La Familia, aquellos hippies que certificaron la defunción del flower power, tiñéndolo de sangre. Hasta ese momento, en la película todo era brillo y esplendor. Los coches, la música, los bares y restaurantes, los neones, la ropa… De repente, el paisaje se convierte en desolador. Existencialista. Vacío y despojado. Inquietante. Amenazador. Anticipatorio de lo que está por ocurrir.
Para mí, el gran personaje de ‘Érase una vez en… Hollywood’ es la Sharon Tate interpretada por Margot Robbie a partir de la premisa de que menos es más. Su presencia es tan brillante que llena la pantalla cada vez que aparece en escena. Bailando, cantando o, sencillamente, caminando. Resulta deslumbrante. La secuencia en la que entra al cine y se convierte en espectadora de su propia película, disfrutando con las risas de sus vecinos de proyección y recordando su entrenamiento para las secuencias de acción es, otra vez, un encendido y declarado canto de amor al cine.
Y llegamos al final. ¿Sorprendente? ¿Imposible? ¿Inapropiado? No tanto, si tenemos en cuenta que en ‘Malditos bastardos’, Tarantino liquidó que la II Guerra Mundial por la vía más rápida y expeditiva que se pueda imaginar.
Siempre he defendido que el cine tiene la virtud de transformar la realidad. El buen cine no sólo cuenta lo que pasa por la calle y se convierte en reflejo de la sociedad, también tiene el poder de cambiar las cosas. Más allá de las modas, las camisetas, los juguetes y el merchandising, hay películas que suscitan debates sociales y políticos e, incluso, que instauran nuevos patrones de comportamiento, costumbres y tradiciones.
Así las cosas, ¿por qué no puede una película reescribir la historia y hacer justicia poética? El cine es ilusión y fantasía. Diversión. Magia. Y a mí, lo que ha hecho Tarantino con Sharon Tate, me parece algo prodigioso. Un ejercicio de alquimia que convierte en inmortal a una actriz de Hollywood a la que ya nadie podrá olvidar. Jamás.
Jesús Lens