Andrea, Lucas y Fernando estaban de visita en Granada. Pasaron el día recorriendo algunos de los lugares más reconocibles de la capital nazarí y, para cenar, se habían sentado en una terraza de la plaza de La Romanilla.
—Espero que no tarden mucho en traer la cena. Estoy muerto—dijo Lucas.
—Y yo. Hecha polvo—convino Andrea.
Fernando era el que se mostraba más entero y animoso. Aún así, se alegró de que llegaran las tostas con aguacate y se disponía a echarle mano a una cuando Lucas y Andrea exclamaron al unísono:
—¡Pero a dónde vas, ansia viva! ¿No puedes esperar a que hagamos la foto?
La foto. La dichosa foto. Fernando, de fotos, estaba hasta lugares de su anatomía que no vamos a repetir. De fotos… y de selfis, filtros, instagrames, vídeos y megustas. De posados, robados y, sobre todo, de fingidos.
—Claro. Como eres un dinosaurio para la Red…
—Será eso. Pero el revuelto de morcilla con piñones se está enfriando.
—Un minuto: comparto la foto y lo pruebo.
—¿Para qué? Probarlo, quiero decir. Si ya habrás publicado que está de muerte…
Al día siguiente, Lucas y Andrea no llegaron a la cena. Estaban tan cansados, pálidos y ojerosos que, por la noche, no salieron del hotel. Eso sí: la Red les felicitó por haber batido otro récord.
—Así aprovecháis para interactuar con vuestros contactos, ¿no?—ironizó Fernando.
Pero es que él no lo entendía. La presión que supone la Red. “Eres lo que compartes”, leía la popular Andrea en la pantalla de su teléfono, sempiternamente operativo. “Que sepan lo que se están perdiendo”, era el mantra que su smartphone repetía a Lucas, a todas horas, muy consciente de su gen egocéntrico y competitivo.
Y estaban las recompensas diarias que ofrecía la Red: medallas virtuales y menciones online, siempre que conseguían hitos como postear 25, 50 o 100 fotos o alcanzar un elevado número de likes.
“Tú energía es nuestra fuerza”. Pero Andrea ya no consiguió salir del hotel, la tarde siguiente. “Contigo, somos más”. Pero Lucas ni siquiera llegó al almuerzo: necesitaban del wifi de sus habitaciones para seguir operando.
“Ya somos dos mil millones”, proclamaba la Red. Dos mil millones de usuarios en todo el mundo que, libremente, alimentaban la creciente e insaciable sed de cíbersangre que demandaba la Red para nutrir a sus criaturas.
Jesús Lens