La noche del 23 al 24 de junio, Eric Escobedo, el alcalde de Lanjarón, se vistió como Gene Kelly en ‘Cantando bajo la lluvia’ y se lanzó a la calle central de su pueblo a disfrutar de la popular Carrera del Agua.
La famosa fiesta, declarada de Interés Turístico Andaluz, estaba oficialmente suspendida desde el pasado jueves 11 de junio por el propio Ayuntamiento. Pero no estaba expresamente prohibida, en rocambolesco juego de palabras del regidor cañonero.
El vídeo de Eric, cantando y bailando con paraguas y sin mascarilla, abrazando y besando a cuanto vecino que le salía al paso; no tardó en hacerse viral. En sus primeras declaraciones, el regidor afirmó haber salido a la calle para velar por el buen discurrir de la noche. Y a la vista está que discurrió bien. Discurrió bien regada y mejor mojada.
La exultante exaltación de la amistad exhibida públicamente por el alcalde de Lanjarón podría hacernos pensar que el manantial de La Capuchina tiene unos sorprendentes efectos secundarios. También es posible que a Eric le sorprendiera la noche de regreso de un funeral, lo que justificaría ese traje tan riguroso. Pero resulta poco probable.
Desde que el vídeo empezó a correr por las redes, el alcalde de Lanjarón ha dado mil y una excusas. Empezó por extender cortinas de humo, aludió a las casualidades y terminó por encender el ventilador para involucrar en sus correrías a otros representantes institucionales. Que las imágenes están fuera de contexto, proclama. A saber cuál sería el interior del contexto y dónde cabría buscarlo…
Al alcalde de un pueblo hay que exigirle, por encima de todo, ejemplaridad. Y sentido común. Lo de Eric y la Carrera del Agua adolece de lo uno y de lo otro. Que hubiera vecinos que se echaran más o menos espontáneamente a la calle es comprensible. Que él decidiera disfrazarse, entonar la garganta y lanzarse a cantar y a bailar, celebrando con su familia y sus compadres una fiesta oficialmente suspendida; no tiene justificación alguna. Y que tome por tontos al común de los mortales, con sus cuestionables explicaciones, menos aún.
Ayer pidió disculpas. No sonaban particularmente sinceras ni sentidas. Me recordaban al famoso ‘Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir’, catorce regias palabras tan solemnes como bien medidas y que, sin embargo, marcaron el principio del fin.
Jesús Lens