Después de hablar de las Trenzas africanas, hoy vamos con un poco de música…
Essakane es un diminuto pueblo que dista 60 kilómetros de Tombuctú, la mítica ciudad caravanera que, a su vez, se encuentra a varios cientos de kilómetros de Bamako, la capital del país. Y tanto para llegar a Tombuctú como, después, para arribar al lugar donde se celebra el Festival, es necesario conducir largas y tortuosas horas a través de terribles pistas de tierra que suponen todo un desafío para los todoterreno, únicos vehículos que pueden transitar por la zona.
La entrada al recinto del Festival es tan austera como efectiva. Un muro con una puerta de entrada, controlada por un nutrido retén de militares fuertemente armados y una pequeña taquilla a un lado, donde se compran las entradas y te dan las pulseritas que te permiten acceder al recinto. Una vez dentro, hay que acostumbrarse a vivir, durante tres días, en un improvisado campamento en mitad del desierto. Llaman la atención las dunas de arena blanca, no excesivamente altas, pespunteadas por los árboles bajos y pequeños arbustos. Y las jaimas. Y las tiendas. Y el escenario.
Nos instalamos relativamente alejados tanto del escenario como del mercado de artesanos, para tener un poco de tranquilidad en las horas diurnas. Tras una comida fresca y sabrosa, nos lanzamos a recorrer el espacio que habitaremos durante las siguientes 72 horas, aprendiendo el camino que nos conduce del escenario a nuestras tiendas, dónde están los WC y demás cuestiones de intendencia que siempre resultan imprescindibles para sobrevivir en un festival de estas características.
A la caída de la tarde del día 10 de enero, estábamos aposentados en las dunas que rodean el escenario, atentos a la llegada de los imponentes tuareg, montados en sus majestuosos camellos. Porque este Festival hunde sus raíces en las reuniones que mantenían los Hombre del Desierto para intercambiar productos, contarse novedades, dirimir disputas o, más sencillamente, encontrarse con los amigos.
Y así sigue siendo hoy. Por cada visitante europeo o americano, hay diez africanos en Essakane, buena parte de ellos, dignos y altivos tuaregs que exhiben sus ropajes azules, sus largos turbantes y sus armas desde lo alto de sus camellos, a los que manejan con la destreza con que los cowboys manejaban a sus caballos en el Far West.
Tras los discursos protocolarios, tan largos y rimbombantes como lo son en todas partes, cuando el cielo ya se había cuajado de estrellas, comenzó a sonar la música. Los primeros grupos eran de la zona, interpretando música tradicional tuareg con instrumentos puramente artesanales, para conseguir sonidos bien apegados a la tierra, que remiten a las largas noches del desierto, sentados en torno a un buen fuego.
Fuego. Una palabra que define muy bien al Festival del Desierto. Porque en Enero, en el desierto del Sahara no hace mucho calor de día, pero sí hace un terrible frío por las noches. Así, todas las zonas aledañas al escenario están festoneadas por una especie de lámparas o antorchas de carbón que se encienden cuando cae la noche y cuyas brasas dan calor a los asistentes al festival, congregándose pequeños círculos de personas en torno a cada una de ellas.
Tras el parón para la cena, llegan los grupos de música más modernos, vanguardistas, híbridos y mestizos. Porque el Festival del Desierto procura que haya un encuentro entre grupos, bandas y artistas de distintas tradiciones y continentes, promoviendo sorprendentes encuentros sobre el escenario, unos mejor logrados que otros, la verdad sea dicha.
Y llegó el momento más emotivo del Festival, cuando el presentador anunció el homenaje a Ali Farka Toure, el bluesman meliense que falleció hace unos meses y cuyo recuerdo permanece inalterable en toda África. Comenzó un muchacho de Niafunké, el pueblo en que Ali tenía su granja, a orillas del Níger y, después, una macrobanda tocó decenas de temas del maestro, imprimiendo a sus guitarras el inequívoco aroma bluesero que tan bien supo captar Ry cooder en el memorable disco “Talking Timbuctú”, justamente galardonado con un Grammy.
Las mañanas transcurren plácidas y tranquilas. Uno se puede dar un paseo en camello o participar en una buena dosis de regateo en un nutrido mercado al que acuden artesanos de todo el Malí. Se puede tomar una cerveza sorprendentemente fresca en el bar o comer un cus cus en el restaurante. Es posible asistir a algunas actividades musicales en petit comité o bailar al ritmo de un DJ, bien cañero aún de madrugada. Es posible pegarse una buena caminata por el desierto o descansar bajo el frescor de la jaima, charlando con los compañeros de viaje. Se come en grupo y en comandita, lo que la cocinera de nuestra expedición haya preparado, mayormente cabra. Tallarines con cabra, cus cus con cabra o tajadas de carne de cabra. Y cerveza. Eso que no falte.
Musicalmente, la mejor noche fue la segunda, con un supergrupo que aglutinó a lo mejor de la música bambara de la ciudad de Segou, con una sucesión electrizante de actuaciones en las que la música y la danza se adueñaron de un escenario que vibró con toda la fuerza de la mejor música africana del momento, personificada en unos Abdoulaye Diabaté y Khaira Arby que pusieron a bailar a todo el respetable.
La última jornada de Festival, todos estamos cansados. El programa acumula retraso y pensar en la vuelta, al día siguiente, a Tombuctú, hace que no vayamos a dormir temprano, no sin quedar estupefactos ante el espectáculo de Artcirq, un grupo canadiense de Inuits que en la gélida noche del desierto africano brillaron con luz propia en un espectáculo más cirquense que propiamente musical.
El día 13 amaneció nublado, sorprendentemente. A lo largo de toda la noche se había ido marchando bastante gente. Unos ponían rumbo hacia Tombuctú, la civilización. Otros, sin embargo, enfilaban en dirección contraria, dirigiéndose a lo más profundo del desierto. Mientras veíamos como nuestro campamento desaparecía, como por arte de magia, nos invadió una cierta melancolía. La perspectiva de darse una ducha o dormir una cama no compensaba la tristeza por la finalización de un Festival de Música que es mucho más que una mera sucesión de conciertos.
El contacto con la gente, las cervezas en torno a una hoguera, la artesanía de los Tuaregs, las carreras de camellos, las charlas imposibles con las mujeres del desierto, las conversaciones con el resto de viajeros… una conexión muy especial que hace del Festival del Desierto una cita muy especial, única e irrepetible; impregnada de una magia imposible de conseguir en otras latitudes y otros escenarios. Unos días de música, arte, encuentros, descubrimientos y amistad para mantener vivos en el recuerdo.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.