Queridos amigos, aunque el cuerpo nos pide hablar de Senegal, de la ciudad de San Louis o de la reserva natural en que estuvimos ayer, donde estuvimos, a pie, a unos metros de dos enormes rinocerontes, el cansancio es supino.
Me gustaría hablar de nuestros compañeros de viaje, tan distintos y tan estupendos, de algunas curiosidades de la gastronomía africana, de la música de sus tambores y el descaro de sus bailarinas, de la recepción en los colegios, cuando les dejábamos el material escolar que llevábamos… Pero es tarde y se me cierran los ojos. Apenas un sandwich y a la cama.
Antes, dos cosas: compren mañana IDEAL, que sacamos un reportaje de cine que, espero, os guste. Y, claro, ¡la columna del viernes pasado… a ver qué os parece. Resulta que Granada es una Slow Town y nadie nos lo ha explicado. Granada, sin saberlo, se ha puesto a la vanguardia europea de un concepto, el de ciudades lentas o ciudades tranquilas, que se impondrá de un tiempo a esta parte en el Viejo Continente.
El concepto slow (lento) surgió como contraposición a ese nocivo “fast” que, importado de Norteamérica, nos metió la comida basura en la dieta y el stress en la sacrosanta hora de comer. Por eso, como reacción a tanto alimento de ínfima calidad, ingerido a velocidad de vértigo, surgieron iniciativas que nos invitaban a comer despacio, a masticar los alimentos y, en pocas palabras, a recuperar el placer de una buena comida tranquila y sosegada, en buena compañía, con larga sobremesa. De la “slow food” hemos pasado a las “slow towns”, ciudades hechas a la medida del hombre, reposadas, peatonalizadas, por las que se puede pasear tranquilamente y en las que las prisas no son buenas consejeras.
¿Han reparado en dos de los acontecimientos deportivos más importantes que se han celebrado en Granada en las últimas semanas? Por un lado, los veteranos del Granada CF y los del Real Madrid se echaron una pachanga que, días después, fue reeditada en versión tenística, con los Borj, McEnroe, Bruguera y Sánchez Vicario luchando a brazo partido por esas bolas que siempre entraban.
¿Qué necesidad tenemos, en Granada, de ver fútbol de primera división o tenis de verdad en esta nuestra ciudad lenta? Aquí, sabido es, las cosas de palacio van despacio y nunca es tarde si la dicha de ver a Santillana o a Borj es buena, aunque haga lustros que se han retirado. Vivimos en una ciudad lenta que, por tanto, puede presumir de esos imponentes atascos que ralentizan la insensata velocidad a que algunos quieren conducir; propiciando que tardemos tres horas en llegar a las playas o a la Sierra. Una ciudad lenta en que el AVE llegará con la reductora bien metida y al metro terminaremos por llamarle “El Caracol”, por la velocidad que nos trae. Granada, una ciudad lenta que puede vanagloriarse de tardar años y años en resolver el contencioso de la churrería del Centro Lorca, en la que se pueden contemplar, in situ, los nocivos efectos del paso del tiempo en un barrio histórico como el del Albaycín y en la que ponerse de acuerdo sobre cualquier cuestión les lleva a nuestros regidores meses de debates estériles e infructuosos.
Y es que no es fácil estar a la moda. Ser una Ciudad Lenta requiere del esfuerzo y la complicidad de todas las fuerzas vivas del entorno. De hecho, más que vivas, esas fuerzas tienden a ser moribundas, para estar a tono con la falta de empuje, ánimo, brío e impulso que nos caracteriza. Eso sí, quizá deberíamos recordar a San Agustín, cuando decía que la ociosidad camina con lentitud y que por eso, todos los vicios la alcanzan. Jesús Lens Espinosa de los Monteros. |