Entrada dedicada a mi amigo Eduardo,
con el que tantas veces hablé de esta historia.
En mi época de montañero, leí una fascinante historia escrita por Jon Krakauer, titulada “Mal de altura. Crónica de una tragedia en el Everest”. Impresionante. Y me gustó, sobre todo, que el autor fuese un escalador ilustrado, con notables dotes literarias, en quién confluían la experiencia acumulada en las altas cumbres con una excelente prosa.
Después leí “Sueños del Eiger”, en que encontré a un Krakauer escalador, pero también defensor de otras modalidades extremas de contacto con la naturaleza, en las que el límite vertical no ocupaba tanto espacio. Y, por fin, llegué a “Hacia rutas salvajes”, libro de memorable recuerdo en que Jon contaba una historia casi contemporánea de viajes al límite, protagonizada por un chaval al que es fácil describir como un chalado perdido, pero con el que el lector, o al menos algunos lectores, nos hemos podido sentir identificados en algunos momentos de nuestra vida.
A ver. Que pulse “Escape” el guapo/a que, en algún momento de su vida, no haya sentido la perentoria necesidad de dejarlo todo, echarse una mochila al hombro y marcharse lejos, abandonando estudios, trabajo, familia, amigos, ciudad, etcétera. Pues eso es precisamente lo que hizo de Christopher McCandless, (el enlace contiene información que puede afectar el visionado de la película) un joven de familia rica al que las comodidades de una vida regalada, paradójicamente, le incomodaban brutalmente. Tras graduarse, antes de continuar sus estudios de postgrado, aprovechando las vacaciones de verano, se marchó de viaje. Como tantos jóvenes. Pero con una particularidad: no tenía pensado volver y, además, se deshizo de todo su dinero, para ser más libre al verse obligado a vivir al día. Su destino final, los parajes que más le motivaban y atraían: Alaska. Y tras vagabundear por los EE.UU. durante meses, allá que se fue, en busca de la última frontera virgen, como llamaban a Alaska en la célebre serie “Northern exposure” (Doctor en Alaska).
De todo ello escribió Krakauer en su libro y, ahora, Sean Penn se ha embarcado en un viaje fílmico para poner imágenes a la fascinante historia de McCandless, a través de una narración cinematográfica que va repasando los muchos y variados paisajes que el protagonista recorrió a lo largo de aquellos singulares meses de principios de los noventa. Imagino que, cuando Penn se lanzó a escribir el guión, consideraría las ventajas y los inconvenientes de una historia como ésta. Las ventajas: la extraordinaria belleza de los paisajes que iba a filmar. Los inconvenientes: cómo meterse en la cabeza del protagonista para narrar sus pensamientos y, sobre todo, cómo contar toda la parte que acaece en Alaska, en la que Chris estuvo completamente solo, sin cambiar palabra con nadie durante un buen puñado de semanas. Y Penn resuelve esas posibles dificultades de forma brillante. Por un lado, deja que sea la hermana de McCandless quien cuente la historia, desde la lejanía. Al ser la persona que más y mejor conocía a su hermano, pone en su boca los pensamientos, sensaciones y el punto de vista del personaje. Cuenta la relación con sus padres y supone una estimulante perspectiva introspectiva que contrasta con los espacios abiertos por los que físicamente transita el protagonista de la historia.
Además, Penn fracciona la parte que acontece en Alaska, metiendo continuos flash backs con la parte anterior del viaje. Y hace contrastar el silencio blanco con los encuentros que jalonan su periplo previo a Alaska, contando las amistades y relaciones que hace McCandless, lo que sirve al guionista para abundar en sus motivaciones, anhelos y pensamientos. Salvados, pues, los escollos que una narración tan singular como ésta, Sean Penn nos presenta una película de dos horas y media que no desfallece en su ritmo y que se ve con sumo agrado, en la que los actores están, todos ellos, absolutamente portentosos. Una película con un cierto aroma al cine clásico americano, a “Las uvas de la ira” y a las road movies de corte más social que aventurero, que pone el énfasis en los encuentros y relaciones que se generan entre el viajero y las personas con que se va topando en su periplo.
Una estupenda película que demuestra que, por fortuna, en EE.UU. también es posible otro cine, comprometido, inteligente y a contracorriente, en el que la espectacularidad de las imágenes no tiene que estar reñida con la emoción de las relaciones humanas. Lo peor: la música de Eddie Veder, aún siendo buena, resulta por momentos demasiado enfática y llega a distraer la atención de lo que pasa en pantalla. Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
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