Entrar en una saga literaria por mitad, como me ha ocurrido con la de Rocco Schiavone, es parecido a iniciar una relación con una pareja respaldada por una nutrida familia. En el primer convite tienes que estar particularmente atento a los nombres y relaciones de los unos y los otros y enterarte de según qué chismes para sentirte integrado y partícipe de bromas, historias y chascarrillos.
Llámenme frívolo, pero a algunos libros llego por sus cubiertas. Se dice, de broma, que a los bares se les puede conocer por sus tapas, pero a los libros no. Disiento cordialmente. En cuanto tuve en mis manos ‘Hagan juego’, la novela más reciente de Antonio Manzini, publicada por Salamandra, supe que tenía que leerla.
En la ilustración de Marc Martin, un tipo misterioso fuma, bebe whisky y juega a las cartas. Puro vicio. Y como este pardillo que les escribe ni fuma (nada de nada), ni bebe (destilados), ni juega (más allá de echar una Bono Loto de vez en cuando); tiene que sublimar tanta mala costumbre erradicada a través de la literatura y el cine.
En realidad, ya había leído una novela anterior protagonizada por el subjefe Schiavone y tengo otras varias repartidas por mi caótica biblioteca, pero no había reincidido. Sin embargo, entre esa portada y lo bien que me cayó su autor, Antonio Manzini, a quien conocí en la pasada edición de BCNegra y con quien tuve ocasión de compartir tragos y charla; me lancé a leer ‘Hagan juego’.
Efectivamente, el juego desempeña un papel esencial en la trama, que arranca con el hallazgo del cadáver de Romano Favre, un veterano inspector de casino ya jubilado. Dos puñaladas se lo habían llevado por delante. La aparición de una ficha de casino en los primeros estadios de la investigación nos introduce de cabeza en el mundo del juego y la ludopatía; los timos, los prestamistas usurarios y las vendettas. Sirva este párrafo para contextualizar de qué hablamos:
“—¿Pierde mucho?— Se encogió un poco de hombros. —Acabamos antes si digo que todo”.
No les cuento nada más del argumento. Prefiero hablar de los personajes, empezando por ese subjefe tan malhablado e irascible como imprevisible y buen amigo. Contradictorio como él solo. En un momento dado, su superior se sincera con él: “Me jubilaré sin llegar a saber quién es usted en realidad”. ¿Qué le responde Schiavone? “Hágame el favor: si lo descubre, comuníquemelo, podría resultarme útil”. Genio y figura.
Y están los secundarios, pieza clave en las novelas policíacas para ganarse el favor de los lectores. En las novelas de Manzini son muchos y variados. Y, como el protagonista, son brutos y cafres al hablar y, muchas veces, al actuar. No te puedes fiar de ninguno de ellos. Pero les acompañarías al fin del mundo. Empezando por el bar de la esquina. ¿Y los malos? Creíbles. No son malos de opetera ni supervillanos de 007. Aunque tampoco está claro que podamos decir, sencillamente, que la vida les ha hecho así, que tienen su haz y su envés, su cara y su cruz.
Pero si algo hay que destacar de Manzini es su humor, emparentado con Camilleri en primera línea de consanguinidad. Si a ustedes les gustaba Montalbano, sumérjanse en la procelosa y agitada vida Schiavone. No es lo mismo, por supuesto, pero le da el mismo aire anárquico y mediterráneo. Se me queda en el tintero su ya mítico decálogo. Es lo primero que comentaremos esta tarde en el Club de lectura y cine de Granada Noir. La reunión de hoy de los Adictos al crimen en la Librería Picasso promete emociones fuertes.
Jesús Lens