Mi artículo del sábado en IDEAL decía que hace unos días escribía en mi muro de Facebook una entrada que fue recibida como si se tratara un extraordinario microrrelato de ciencia ficción:
“Yo he visto cosas que no creerías: he visto a un ciclista urbano detenerse en un paso de peatones y esperar pacientemente a que un señora terminara de cruzarlo”.
Por mucho que juré y perjuré que era cierto y que tan extraño fenómeno sucedió en mitad de la Avenida de Cádiz, a la altura de la cafetería El Madero, mis contactos no me creyeron, hasta el punto de que dicha entrada ha supuesto un serio menoscabo para mi credibilidad.
Lo cierto es que ver a un ciclista urbano cumplir con las normas de circulación sería digno de protagonizar un revival de “Más Allá” o “La puerta del Misterio”, del mítico profesor Jiménez del Oso, antecedente viejuno de Iker Jiménez y su Cuarto Milenio. Lo sé. Hay ciclistas que cumplen. Es solo que nadie los ha visto. Como los documentales de La2.
Sin embargo, el hecho cierto es que todos hemos sido objeto de sobresalto a nada que caminemos por las aceras de nuestras ciudades y pueblos. Puede ser al doblar una esquina. O al ir paseando despreocupadamente, pensando en sus cosas. Y no digamos ya si va usted escuchando música o pendiente del móvil: de repente, allí está. Sean de montaña, de carreras o de paseo, cada día aparecen más bicicletas por las aceras, pegándonos sustos de muerte.
Insisto: sé que hay ciclistas que se comportan con urbanidad. ¡Gracias! Pero el hecho es que la amenaza ciclista es cada vez más perceptible. ¿Quién no tiene un susto que contar? Hace unas semanas me bajaba yo de un taxi en la estrecha calle San Matías cuando un ciclista pasó en dirección prohibida y por la acera, estando a punto de llevárseme por delante. Y lo peor no fue eso. Lo peor fue su cara de asco, como perdonándome la vida. Que esto mismo me ocurre hace veinte años y terminamos en comisaría.
Sé que la vida del ciclista urbano, en Granada, es un infierno. Lo sé porque yo mismo he circulado muchos años en bici. Pero la solución no es convertir las aceras en un campo de minas para los transeúntes. Un poquito de sentido común, por favor.
Jesús Lens