Dejamos este artículo que publicamos en un especial de la Costa granadina del periódico IDEAL. A ver qué les parece.
Dedicado a todo los Carchuneros y a Pinar, motrileña de pro.
Con mi agradecimiento a Pedro, Jose, Rash y Javi, que me dieron ideas y consejos para este artículo.
Cuando era niño no me gustaba que, al llegar los primeros días de septiembre, tuviéramos que irnos de Carchuna para volver a Granada. No me gustaba, pero lo entendía. Cargábamos el pobre Seat 131 verde y subíamos a la ciudad, lo que entonces era toda una odisea. Los padres tenían que regresar al trabajo y los hijos, al colegio. Así era la vida. Se cerraba la casa de Carchuna y, en el mejor de los casos, hasta la Semana Santa del año siguiente.
Crecimos y, con el tiempo, eso que no nos gustaba, pero entendíamos; seguía sin gustarnos, aunque ya lo entendíamos mucho menos. ¿Por qué setenta y cinco kilómetros eran una barrera casi insalvable que nos desanimaba, un soleado domingo cualquiera, a coger el coche y bajar a comer pescado a la playa? Granada capital y la Costa granadina, para mí, siempre han sido mundos aparte, separados e independientes. De hecho, bajar a Carchuna era sinónimo de descanso, paz y tranquilidad; la búsqueda de un refugio para el ruido y la furia cotidianos. Un año, sin embargo, y por cuestiones profesionales, tuve que residir seis meses en la costa granadina. De repente, tenía que hacer allí mi vida cotidiana. Iba al cine de vez en cuando (entonces había unos cines en Motril) y salía de cañas. Y de copas. Pero en cuanto podía, o subía a Granada o me parapetaba en la Chucha.
No sé si mi caso será o no habitual, pero siendo granadino y habiendo bajado a la playa con solo once días de edad; siempre he vivido de espaldas a la Costa, como si no fuera nada mío. Por supuesto, he despotricado por el tema de la autovía, he visto con pavor cómo un mar de plástico invadía los llanos (y los montes) de la Chucha y, después de oír la cantidad de cosas que se iban a hacer en la zona, desde un fastuoso paseo marítimo a un entro cultural en el decrépito Castillo; he terminado por vermen obligado a comprar unas zapatillas para bañarme en el mar, dado el deplorable estado de las playas, y siempre que no esté infestado de medusas. Me duele, pero no siento que la Costa sea mía. Por ejemplo, debido a los habituales desmanes que se cometen en tantos restaurantes y chiringuitos, cuando bajamos un fin de semana a la playa solemos llevar el coche cargado de viandas, libros y DVDs; todo lo necesario para disfrutar del sol y la brisa, sin tener que poner un pie en la calle. Jamás se me ocurriría, por ejemplo, mirar una agenda cultural. ¿Para qué? Este año, para ir al concierto de Salif Keita en Salobreña, salimos de Carchuna a las 20.30. Y apenas si nos dio tiempo a comernos, en un restaurante, una repugnante ¿tortilla de patatas? Estábamos en pleno verano. Era viernes (o sábado) por la noche. Estábamos en pleno mes de agosto. Y no tenían pescado. Soy un granadino que, en sueños, se ha planteado la posibilidad de vivir en la costa unos meses al año. Pero la realidad se encarga de despertarte rápidamente para ponerte en tu lugar, generalmente, de espaldas al sur granadino. Uno ama el Festival de Jazz en la Costa, pero no le compensa pasarse tres horas en un coche para escuchar dos horas de música. Uno ama el mar, pero no entiende que un padre motrileño no encuentre plaza en una piscina, para que su hijo aprenda a nadar. Uno, que disfrutaba buceando, se deprime al escuchar a Edgar, cuando le cuenta las hazañas submarinas de un paleto que, armado con un cuchillo más grande que el de Rambo y con un fúsil subacuático, ha arramblado con dos crías de pulpo, luciendo su trofeo, con orgullo, al salir del agua. Edgar con una impresionante morena, aunque las ha pescado mejores… Uno, por desgracia, cada vez conoce a más gente que detesta la playa granadina y que siente horror cuando contempla lo que se ha hecho en algunos municipios, de forma que las únicas playas que pisa son las valencianas, almerienses o malagueñas. Es cierto que se han dado pasos positivos, como la construcción de algún campo de golf, pero son medidas puntuales que benefician a muy pocos. Lee uno el Plan de Excelencia Turística de la Costa Tropical y, por supuesto, tiene que estar obligatoriamente de acuerdo con lo que en él se dice. La única pega es que el mismo Plan serviría para reactivar el turismo del Valle del Jerte o el de los Oscos, dado lo vago e impreciso de su redacción. Está claro que el reto es romper la estacionalidad del turismo costero, pero ¿cómo hacerlo? A través del golf y del tan reclamado y necesario incremento de puntos de atraque para embarcaciones recreativas empezaríamos a ir bien, pensando en un turismo de alto poder adquisitivo al que, además, habría que ofrecer una oferta restauradora y de ocia más amplia y generosa de la actualmente existente. La costa granadina, con algunas excepciones, no está tan masacrada por el cemento como la malagueña. ¡Aprovechemos esa afortunada realidad para conseguir un desarrollo sostenible! Y sigamos potenciando una agroindustria moderna y desarrollada, que apueste por la innovación, aprovechando las bondades climatológicas de una costa tropical que produce productos hortofrutícolas únicos en Andalucía. Clamar por la mejora de las infraestructuras para potenciar la distribución de productos y servicios, a esta altura de la película, es redundante. Pero es obligatorio hacerlo, una y otra vez, hasta que las autovías y el ferrocarril sean un hecho y se consolide definitivamente el crecimiento del volumen de negocio del puerto de Motril.
Así las cosas, ¿cuándo se convertirá el Castillo de Carchuna en un centro social y cultural que preste servicios, tanto a los visitantes como a los vecinos de Calahonda, Torrenueva y la propia Carchuna? Eso sería “poner en valor” -qué expresión más fea, manida y sobada- el patrimonio histórico artístico de la costa. Sería necesario, en fin, que todos pusiéramos de nuestra parte para acercar la costa granadina a la vida cotidiana de los andaluces. Una normalización en ese sentido sería el primer paso para atraer un turismo más estable, de más largo alcance y aún más larga estancia. Ese turismo de baja intensidad, pero alta rentabilidad que no se conforma con diez días de masificación botellonera y fritangas aceitosas. Se trataría, por tanto, de tener una Costa de la que sentirnos orgullosos, dando de una vez ese salto a la calidad y la excelencia que tanto se reclama y en cuya consecución tan pocas acciones concretas se ponen en marcha. Jesús Lens Espinosa de los Monteros. |