Estos días, aprovechando la celebración del inmejorable Jazz en la Costa de Almuñécar, estamos aprovechando para comer pescado, mucho pescado y —casi— nada más que pescado. También cae algún tomate con aguacate y ensaladas con productos tropicales, pero la base es el pescado.
Yo soy carnívoro convicto y confeso, pero pocos placeres como el de disfrutar de unos espetos junto al mar. Y, sin embargo, como recordaba Benjamín Lana hace un par de semanas en el suplemento Gourmet de este periódico, están bajando los ratios de consumo de pescado en España. Un 2,8% menos en 2018 cuando, en 2017, ya había bajado otro 3,3%.
Nuestro país ha sido, históricamente, uno de los grandes ‘pescaderos’ del mundo, junto a Japón. Por flota, por capturas y por consumo. Y, sin embargo, cada vez estamos más despegados de los peces. Contrasta esta información con los análisis científicos y económicos según los cuales, en el futuro, la gran fuente de proteínas para la población mundial ha de venir de los océanos; del pescado y el marisco.
Los mares son la gran despensa de la Tierra y los humanos estamos arrasando con ellos, para variar. Entre los vertidos incontrolados, determinadas modalidades de pesca y la plastificación marina, hemos tensionado en demasía uno de nuestros grandes recursos alimentarios.
Y sin embargo, como recordaba Lana, hay buenas noticias: la capacidad de regeneración de los mares es prodigiosa y, de tomarse medidas serias para recuperar su salud, hacia el 2050 podrían estar tan sanos y boyantes como hace cincuenta años, cuando empezó la auténtica depredación. Además, teniendo en cuenta que la agricultura ya ocupa la mitad de la tierra fértil del planeta y consume nada menos que el 90% de su agua dulce, el futuro de la humanidad no puede pasar por el incremento en el consumo de vegetales: la universalización del veganismo sería una bomba de relojería para la supervivencia de la Tierra.
Así las cosas, es necesario volver la mirada al mar: más que polvo, agua somos y del agua dependemos. Cada vez más.
Jesús Lens