Se terminaron los Juegos Olímpicos más largos de la historia, que Tokio 2020 se ha alargado hasta el 2021. Le echo un ojo al medallero y no tengo idea de si a España le ha ido bien, mal o regular. De hecho, y a la vista de los cuartos puestos de nuestros marchadores, la famosa (y amarga) medalla de chocolate; tampoco es que el medallero sea una prueba infalible sobre el nivel de nuestro deporte.
El caso es que los espectadores somos muy exigentes con los deportistas y no nos tiembla el pulso a la hora de hablar de decepción cuando alguno no alcanza el puesto que le presumíamos. Por ejemplo, lo de Mohamed Katir. Horas antes de correr su final de los 5000, en la que consiguió un meritorio y esforzado diploma olímpico, determinados conspicuos izquierdistas ya estaban agitando las redes comentando lo que molestaría su medalla a determinados elementos de la derecha. Medalla que en ningún momento estuvo al alcance del atleta, pero no iban a dejar que la realidad les estropeara el discurso, la consigna de manual.
Somos exigentes con los atletas que nos representan y, tumbados en el sofá, dormitando y con la babilla goteando por la comisura de los labios, les pedimos que corran más rápido, que salten más alto, que lancen más lejos. Y está bien que sea así. Es la vida del deportista: entrenar dura y calladamente en invierno, alejado de los focos. Dar lo mejor de sí mismo en la competición, conduciéndose con nobleza. Consentir que los triunfos se colectivicen y asumir que la derrota será individual, personal e instransferible. Y volver a entrenar.
¿Se imaginan que aplicáramos el mismo rasero a nuestros políticos y representantes institucionales? ¿No deberíamos ser tanto o más exigentes con ellos, dado que sus logros o fracasos nos afectan directamente como ciudadanos?
Por un lado, la preparación, apartados del ruido y la furia mediáticos. Por otro, la buena lid a la hora de enfrentarse a unas elecciones y de asumir y desempeñar un cargo. Y, sobre todo, la asunción de responsabilidades en su labor y saber cuándo dar un paso al lado y retirarse, cumplidos los ciclos.
Lo que no le pasamos a un atleta se lo consentimos, con creces, a concejales, diputados y senadores. Ahora que han acabado los Juegos, a ver si aplicamos el espíritu olímpico a nuestro día a día, siendo exigentes con los demás… y con nosotros mismos.
Jesús Lens