El lunes, la poca gente que caminaba por el Zaidín a primera hora de la mañana, iba enmascarillada. El 99% de las personas con las que me crucé usaban correctamente el tapabocas. Solo un hombre joven lo llevaba como babero mientras conducía un carrito de bebé. No había visto a tantas personas con mascarilla en el barrio en todo este tiempo.
Mientras, cientos de chavales están confinados por el macrobrote de los viajes de estudios a Mallorca. Que ya le podrían poner otro nombre al invento. ¿Estudios? Vamos, anda. ¡A otro perro con ese hueso! Paradójicamente, el gobierno inglés considera a las Baleares el único destino seguro de España, permitiendo los viajes sin cuarentena al foco del gran contagio del momento en nuestro país.
Mientras que una inmensa mayoría de gente sigue protegiéndose y haciendo las cosas bien, un pequeño grupo de personas antepone el sacrosanto derecho a la diversión por encima de cualquier otra consideración.
Lo pasó la noche del pasado sábado: a eso de las cinco de la mañana, un coche que atronaba una música deleznable se paró en mitad de la calle. Bajaron un puñado de lolailos que se lanzaron como fieras contra la máquina de vending de la tienda de la esquina. Le dieron todo tipo de porrazos y tras sacar lo que quiera que sacaran, se pasaron cerca de una hora gritando, cantando, riendo, comiendo y bebiendo. Cuando se cansaron, volvieron a subirse en el coche y, con la música a todo trapo, salieron quemando ruedas.
Para ellos, para los listos, los fiesteros y bullangueros, la mayoría silenciosa está conformada por pringados, borregos cumplidores de las normas que, en nuestro día a día, nos conducimos de acuerdo a una máxima muy sencilla: tratar de no joderle la vida a los demás. Y ya.
Mientras escribo esto, pienso en esos políticos para quienes su carrera profesional y personal es lo primero, muy por delante de las necesidades de la ciudadanía. Cuando la política se convierte en una profesión, cambian las prioridades: la supervivencia a toda costa es el paradigma. No hay nada más importante.
Lo estamos viendo en Granada a lo largo de estas ignominiosas semanas. O en Sevilla, con el famoso ‘algo habrá que darle para que se vaya’ a Susana Díaz. Ándense con ojo. La mayoría silenciosa es pacífica y tranquila, pero no gilipollas. Ojito con las componendas, no sea que el vaso termine de rebosar por donde menos se espere.
Jesús Lens