Hoy, en IDEAL, hablo en mi artículo de la conveniencia de que el Observatorio de la Movilidad, además de contemplarla detenidamente, también la practique.
Del buen funcionamiento del transporte urbano depende que miles de personas lleguemos a tiempo a nuestros trabajos, citas y quehaceres, pero la importancia que los autobuses tienen en nuestra vida va mucho más allá de su mera utilidad práctica.
Hace unos días, dos mujeres (des)esperaban en una parada a primerísima hora de la mañana al comprobar que, según la App de GranadaBus, su autobús tenía que haber pasado hacía más de diez minutos. Después, cuando le preguntaron al chófer por la tardanza, no fueron precisamente amables las palabras que escucharon.
No sé si llegarían muy tarde a sus trabajos, pero esas dos señoras ya habían comenzado el día con el pie torcido, rebosando mal humor, cabreo, impotencia y ansiedad.
¡Qué importancia tienen, para marcarle el paso al resto de la jornada, esos primeros encuentros mañaneros! La sonrisa del camarero que nos espabila con el primer café, la labia del quiosquero que nos avanza un rápido resumen de la prensa… gestos sencillos, pero capitales para el buen funcionamiento de nuestros mejores humores.
Ahora bien, si hay un elemento susceptible de ensombrecer y encapotar la más soleada y radiante de las mañanas, ése es el tráfico. Un tráfico infernal que, desde hace unas semanas, está siendo escrutado por el Observatorio de la Movilidad, puesto en marcha con el fin primordial de arreglar el caos generado por la implantación de la LAC y las nuevas líneas de autobuses urbanos.
No sé en qué punto de observancia se encuentra en estos momentos el Observatorio e ignoro qué medios de locomoción utilizan los observantes en sus desplazamientos habituales, pero les sugiero que cojan el autobús.
Que lo cojan, pero de verdad. Coger el autobús no es subirse al LAC un par de veces para comprobar que las puertas cierran bien o cronometrar lo que tarda el antiguo 8 en conectar el Zaidín con La Chana. Coger el autobús es olvidarse durante al menos tres meses del coche o la moto y moverse por la ciudad, exclusivamente, en transporte público.
Solo así, los observantes estarán en condiciones de ponerse en la piel de esos miles de ciudadanos para los que el autobús es consustancial a su día a día. Tres meses para experimentar el desasosiego de llevar largo rato en la parada, viendo cómo se pasa la hora de la cita con el médico. Tres meses en los que salir de casa media hora antes de lo necesario con tal de llegar a tiempo a la cafetería y que él/ella no piensen que hay desinterés por tu parte. O, más sencillamente, doce semanas para echar humo por las orejas al constatar que otra vez te vas a perder el principio de la película, por culpa de ese coche en doble fila.
Y es que, por bien que anden de la vista, los observantes tendrán una mejor y más amplia visión de conjunto si, además de mirarlo, usan con frecuencia el transporte público.
Jesús Lens