El viernes merendaba unas ciruelas enfrente de un jazmín. Estaba a gusto y relajado. Había barrido el patio y no quedó una sola florecilla blanca en el suelo. Como me he dejado una barba efímera —por dejadez y abandono, no de las modernas y juveniles— empecé a mesarme el mentón. Y a pensar. En esta columna.
¿Hace cuánto escuché por primera vez eso de que la mayoría de las profesiones de dentro de veinte años aún no se han inventado? Lo mismo hace veinte años, ya. Y aunque las cosas han cambiado una barbaridad, quizá no haya sido para tanto.
Lo que me hace feliz no es tan diferente antes y ahora. Comer fruta al frescor del Poniente, por ejemplo. Una cerveza fría y un espeto de sardinas recién salido de las brasas. Leer el periódico tomando café y una novela sentado en el rebalaje. Nadar en las aguas abiertas del Mediterráneo. Ver el cielo incendiarse en colores a la caída de la tarde mientras mientras doy una vuelta…
Si tuviera que apostar por las profesiones del futuro, dadas mis nulas dotes de Nostradamus, miraría cuáles son nuestras necesidades básicas y qué nos da placer. Y tiraría por ahí. Además de comer y beber, de vestir y estar sanos, será necesario que nos cuenten historias. Cuentos y relatos. Cambiarán los formatos, las técnicas y los procesos, pero esa necesidad siempre nos acompañará.
Necesitamos cosas bellas a nuestro alrededor para darle sentido a lo que hacemos. Sensaciones y experiencias que alimenten nuestros sentidos. Vivirlas en primera, segunda o tercera persona.
En esas estaba cuando vi el suelo lleno de florecitas blancas, otra vez. Y una alerta en el móvil. Lo de Rusia y el gas. Entonces eché de menos tener una buena barba, a lo Dostoievski, para mesármela con auténtica preocupación.
Jesús Lens