Llevaba recorridos aproximadamente 19 kilómetros cuando los primeros granizos empezaron a golpearme la cara. Estaba todavía a la altura de la Fuente de la Bicha y me quedaban, por tanto, unos 6 kilómetros para acabar el recorrido.
Soplaba el viento, gélido, y las fuerzas ya me estaban abandonando. De hecho, no había previsto correr tanto ni, desde luego, correr a esa velocidad. Y, sin embargo, allí estaba. Bajo el granizo. Helado y casi reventado, con la sudadera empapada, adherida a la piel.
En ese momento me acordé de Leónidas, rey de Esparta, cuando en «300» decía aquello de «Esta noche cenaremos… ¡en el Infierno!» Y me acordaba de él porque suya es esa otra gran frase: «Cuánto más se sufre en el campo de entrenamiento, menos se sufre en la batalla.»
¿Por qué apelar a estos símiles bélicos, precisamente hoy? Pues porque lo de Sevilla, dentro de menos de cinco semanas, va a ser bélico, épico, doloroso, trágico y dramático. Sí. Así sé que será. Mi primera Maratón.
Un reto, un desafío, un sueño. ¿Imposible? Espero que no.
Aceleré el paso, pero arreció un granizo fuerte, sostenido, inclemente, que se iba acumulando en los márgenes del camino. A esas alturas, mis piernas estaban cubiertas de una plasta de puro barro. De hecho, ya ni intentaba evitar los charcos. Los veía, pero no era capaz de saltarlos. Los gemelos, en tensión, amenazaban con reventar.
Pero seguí corriendo.
Recordaba las palabras de mi Alter Ego, José Antonio Flores, impresionantes, sinceras, clarividentes, en su entrada «La mística del maratón», publicado en el Blog de Las Verdes: «Considerándolo detenidamente, el verdadero mérito no está, en esencia, en correr un maratón, no. Tal vez, el camino más arduo, hostil y arriesgado sea prepararlo. Excepto en casos muy aislados de atletas dotados de una naturaleza fuera de lo común o atletas con altas dosis de arrojo e inconsciencia, a un maratón se llega después de duras y largas sesiones kilométricas.»
La soledad del corredor de fondo, en su más pura esencia. De hecho, cuando comencé a subir hacia la Bola de Oro y las zapatillas no agarraban en el pavimento, cubierto de una incipiente capa de nieve que crujía a cada paso, me volví a hacer esa pregunta que tanto me gusta y que posiblemente, define una manera de entender la vida: «¿Qué hago yo aquí?»
Ya saben que es la pregunta que se hacía Bruce Chatwin cuando, en su peregrinar por el mundo, se encontraba en lugares, situaciones y momentos extraños, absurdos o comprometidos. Y con ese título escribió un libro fundamental en la historia de la literatura de viajes.
Y a mí me encanta preguntarme eso: «¿Qué hago yo aquí?» Es sinónimo de, cuando menos, haber roto con la monotonía de la vida corriente. De estar haciendo algo raro, extraño, desmesurado. Distinto. O, a sensu contrario, de empezar a plantearme el hacerlo.
Sé que, en Sevilla, dentro de unas semanas, corriendo por sus calles, cuando vaya reventado y vea que aún me quedan muchos kilómetros para terminar la Maratón, volveré a atormentarme con la eterna pregunta que me acompaña desde casi siempre: «¿Qué hago yo aquí»?
Como esta tarde, cuando llegaba a casa con los gemelos tensos como las cuerdas de un arco y el nervio ciático altamente irritado, pidiendo clemencia. ¿Por qué? ¿Para qué? Se supone que hoy era un día histórico: investían a Obama como Presidente. Sí. Nunca me olvidaré de dónde estaba ese día. Corriendo sobre el barro y bajo el granizo. Uno de esos entrenamientos que, además de endurecer los músculos, forjan el carácter. Y pensaba… «Yes. We can.»
Llegas a casa, pones la comida a calentar y, mientras, te das una larga ducha de agua hirviendo, sintiendo cómo la sangre vuelve a circular por arterias y venas. Y te vas sintiendo cada vez mejor. Nada que ver con el Ecce Homo que, aterido de frío y con el rostro contraído por el esfuerzo de restarle cinco minutos al mismo recorrido del domingo pasado, 25 intensos kilómetros, te devolvía una incrédula y absurda mirada desde el espejo del ascensor. Bebes agua. Mucha. Y comes. Y te sientas en el sofá. Y mientras Gato Barbieri incendia tu casa con su saxo abrasador, te pones a contar todo esto y…
Sí. Tiene sentido. O, al menos, crees encontrárselo. ¿No? ¿Cómo lo ven, ustedes?