No me he parado una sola vez a lo largo de la subida. ¡Y llegué hasta arriba! ¡Hasta tó lo alto! Al final, completé los 21 kilómetros de subida y superé los 800 metros de desnivel de una atacada. Eso no tiene un mérito alguno, que a veces se avanzaba más rápido andando que al cochiquero trote que yo he llevado en algunas partes de la carrera. Pero es un dato indicativo de algunas cosillas. La primera, que soy gilipollas. Lo sé. Muchos lo estáis pensando, y más aún si habéis leído las entradas anteriores a ésta sobre el tema Ragua: “Correr por sensaciones” y “Media maratón de montaña”.
Pero este rapto de locura atlética, rayano a la soplapollez, también conlleva y se acompaña de algunas cosillas no del todo despreciables. Por un lado, estamos en forma. De verdad: no es fácil cubrir una media maratón… en cuesta casi permanente. Y eso que me la tomé con una calma y un relajo tremendos, disfrutando de los paisajes, los castaños, los pinos, las nubes blancas sobre el cielo azul, la escasa nieve que aún queda en las cumbres orientales de Sierra Nevada, el agua de los arroyos, etcétera. Apenas miraba el reloj, apenas forzaba la respiración, apenas se me aceleraba el pulso.
Y, aún así, era dura la carrera. Una carrera que comenzó muy temprano. A las 7 de la mañana, yendo para La Calahorra con los amigos de Las Verdes, donde conocimos a Gregorio Toribio y a Paco Montoro, atletas, blogueros y, sobre todo, dos tipazos de una talla humana directamente proporcional a esos descomunales gemelos que les permiten mover sus piernas a una velocidad de vértigo. Y, el hecho de no pararse un segundo, ni para beber agua, es un buen indicativo del empecinamiento, la cabezonería y la cerrazón molleril de un servidor, que se propuso subir lento, pero seguro; y lo cumplió. Y que, a medida que caían los kilómetros, se empeñó en llegar antes de las dos horas y veinte minutos… y lo cumplió. Aunque, al final, este último empeño me costó entrar en meta medio mareado, tocado, con una desagradable sensación de encharcamiento en un oído, viendo chiribitas en el espacio, con la mirada más extraviada que perdida.
Y es que la altura se dejaba sentir. Y la hartura. De kilómetros. Apenas pude hablar, durante un rato, con todos los colegas que ya habían llegado a meta, antes que yo. Antonio, La Máquina. Víctor, el Fenómeno. Javi, la Clase. Jose Antonio, el Genio. Paco, el Volador. Gregorio, el Monstruo. Bebí, comí sandía y, poco a poco, me fui encontrando mejor. Pero me había exprimido demasiado en los últimos kilómetros, sin necesidad, razón, ni sentido. En fin, que salimos airosos del reto, que me siento orgulloso y contento, que echamos de menos a algunos Verdes que no nos pudieron acompañar, como Abel, Mario, Paco o José Manuel, que me hubiera gustado que vinieran Álvaro y Javi y que comimos extraordinariamente bien, muy barato y maravillosamente atendidos en ese restaurante El Manjón que nos reservara JM Burgos, disfrutando después de las cerezas más buenas del mundo, en el frescor de la casa de unos amigos de Gregorio, dónde montamos una improvisada asamblea bloguera de muchos quilates. Una estupenda jornada compartida con Sacai, Nuria, Ana y Mati, como debe ser.
Antonio le cuenta a Javi cómo van a afrontar la subida al Veleta de este año
Yo, dando mi opinión.
De todas formas, esta narración no es sino una acumulación de sensaciones transmitidas en caliente, desordenadas y caóticas. Para disfrutar de la verdadera crónica de la Media Maratón de La Ragua deben leer al maestro José Antonio Flores y su entrada correspondiente, en su imprescindible Diario de un corredor. Y no dejen de disfrutar con la desternillante entrevista que le hicieron a Gregorio, nada más cruzar la línea de meta y la muy generosa reseña de Paco Montoro. Jesús Lens. |
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Fotos cortesía de José Antonio y Mati.