Volvía de correr los 18,5 kms que separan Órgiva de Lanjarón para volver nuevamente Órgiva, con buenas sensaciones en las piernas, pero cansado. Muy cansado. Mucho. Demasiado. La carrera, el sol, la calor, la falta de líquidos en el cuerpo, la solana que nos dio esperando a que arrancara un sorteo en que no pillamos nada y, sobre todo, la exigencia de cumplimentar el recorrido en un tiempo de 1,27,04 oficial, a 4,43 el kilómetro, que en mi reloj fueron 1,26,44, por mor de nuestra posición retrasada en la salida.
Venía con Javi, que me dejó en la puerta de casa a eso de las 14.15 horas, pensando, soñando y anhelando un par de vasos helados de gazpacho. Una ducha, el gazpacho y, tumbado en el sofá, pensaba terminar de leer las 150 páginas que me quedaban de “Matar y guardar la ropa”, de Carlos Salem. Quizá bloguear algo, pero, en esencia, pasarme tumbado a la bartola toda la tarde, que el fin de semana había sido intenso.
Tras despedirme de Javi, al que compadecí en silencio por tenerse que ir a comer a la calle en vez de poder quedarse en casa, echo mano de la mochila, busco las llaves donde suelo dejarlas… y no están.
– Vaya- me digo.
Busco por todos los recovecos en que no suelen estar y reviso los bolsillos del chándal… pero sé que no. Que no las he cogido. Porque rebobinando en la cabeza mi salida de casa, he recordado cómo cogía el dorsal, el chip, el reloj, la camiseta, la cartera, el bono de suscripción de El País, las gafas de sol (las otras no me harían falta para nada)… pero de las llaves no guardaba recuerdo ninguno.
Llamé a Sacai, que se me había ido a la playa, a disfrutar del soleado domingo. Que pensaba volver para las siete, justo a tiempo de irnos a Vegas del Genil, a ver las Magiaderías de MagoMigue y Santo Rodríguez.
Llamé a Paqui. Que estaba en la playa, disfrutando del soleado domingo. Mi hermano, en Andújar y yo allí, plantado en mitad de la calle, bajo un sol de justicia, deshidratado, acalorado y con el juicio nublado, cabreado, vestido (por decir algo) con un pantalón corto sudado y una camiseta, barba de tres días y la cara, quemada e incrustada con los granitos de la sal del sudor, reseco de la carrera, el sol y el viento.
Sé que podía haber llamado a algún amigo que me hubiera acogido cariñosamente en su casa, pero imponerle a nadie, a las dos y media de la tarde de un domingo, la presencia de dos fatigados metros de ser humano derrumbado y harapiento, maloliente e irritado… no me pareció ni prudente ni oportuno.
Trasladé el petate a un bar, pedí una birra y me metí en los servicios –levantado las sospechas de la pobre camarera sobre mis verdaderas intenciones en el excusado- donde me cambié el pantalón de correr por el del chándal, me lavé la cara y me aseé algo. Salí, leí IDEAL y El País de pe a pa mientras tomaba unos calamares con refrescos de cola sin calorías porque, ¡maldita sea!, no tenían agua fría, ni con gas ni sin gas. Y no estaba por labor de emborracharme, en aquellas circunstancias.
Se presumía una larga tarde. Nadal estaba jugando en París, pero, sin gafas, intentar ver la tele en el bar era una misión imposible: ni rastro de la bolita de los cojones.
Puse rumbo a Neptuno. El bar cerraba y mi presencia se estaba haciendo molesta. Las calles estaban desoladas. ¡Cosa más triste, un domingo a medio día, en la capital, cuando hace sol y calor!
A la altura del Parque de las Ciencias, las mesas de los bares adyacentes estaban llenas de familias, devorando raciones y trasegando cerveza. ¡Qué gusto, ver a tanta gente en comandita, pasándolo bien! Sacai y familia estaban tomando un rico arroz en la playa y yo allí, tirando para el Camino de Ronda, más solo que la una.
El aspecto de las calles era amenazador. Como si hubiera explotado una bomba de hidrógeno. Ni los coches se dejaban sentir. Y me obsesioné con un Blanco y Negro. Dado que me había quedado sin gazpacho, estaba dispuesto a cambiar mi reino por un café bien frío con su bola de helado.
Vagaba por las calles como alma en pena, como zombie en película de terror, sintiéndome como el elefante del cartel de Cines del Sur, absurdo y anacrónico, arrastrando mi maltrecha humanidad por las calles ardientes al son de Poniente que cantaba Radio Futura; repitiéndome a mí mismo que era tonto de baba e inoportuno al máximo, por olvidar las llaves, precisamente, un día como ése.
Hasta el Neptuno estaba desolado. Con las ganas que tenía de sentir la presencia de decenas de personas, arracimadas en el Centro Comercial, que para eso pensaba yo que se habían inventado. Para que los seres solitarios se encontraran menos solos en días como aquél.
Leí hasta la última letra de las páginas salmón de la prensa, tomando ¡por fin! un Blanco y Negro, haciendo tiempo para entrar a ver “La niebla, de Stephen King”. No había mucha gente en la sala, pero me dio igual dado que me tuve que sentar en la cuarta fila. Joder. Ser cegatón y meterse a ver una película que se llama “La niebla”, sin gafas, tiene tarea. Por un momento me puse las gafas de sol, graduadas, pero la noche eterna que se hizo en la pantalla no tenia sentido. Así que, entornando los ojos y estirando las piernas lo máximo posible, intentando que la sangre volviera a fluir con normalidad por el cuerpo, me dejé envolver por una película mágica que obró el milagro de conseguir que me olvidara del cansancio, el cabreo y los mil dolores pequeños que me invadían para centrarme en una película impresionante, excelente y asombrosa, de la que muy pronto hablaremos, largo y tendido.
A la salida me esperaba Sacai, con el coche. Fuimos a casa, una ducha y a las Magiaderías. Después, unas birras con los Álvaros, Pepe y Panchi, MagoMigue, Fina y Enrique y por fin a casa, al sofá, donde he podido estirar las piernas, aunque la solanera del día me está pasando factura y un desagradable dolor de cabeza me empieza a martillear las sienes de forma inclemente.
¡Ay!, que no pude escribir ni leer una línea de “Matar y guardar la ropa”. ¡Ay! que no es bueno que el hombre esté solo. Sobre todo, en un abrasador domingo preveraniego en que Granada está vacía y triste, como las urbanizaciones costeras en lo mas crudo del crudo invierno. ¡Ay, la cabeza!, que nos juega malas pasadas siempre y, cada vez que le la gana, nos demuestra aquel célebre aforismo según el cuál, lo domingos matan a más personas que las bombas.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.