Para disfrutar tanto del Silencio como de la Soledad, es necesario atesorar algunas cualidades o, al menos, tener algunas predisposiciones. La primera y más esencial, por supuesto, llevarte bien contigo mismo. La segunda, tener imaginación. Mucha, fértil y abundante imaginación.
La soledad constructiva implica rodearte sólo de la gente que merece la pena. Para ello hay que descubrirla, conocerla y conquistarla. Pero la buena gente no abunda. Y, como todo bien escaso, acceder a ella es difícil y complicado. Trabajoso. Hay que ponerle empeño, esfuerzo y dedicación.
Y ahí es donde entra en juego esa gran virtud.
La paciencia.
Reza un proverbio persa que «La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.»
Cierto. La paciencia se nutre de sinsabores. Al principio. Como todo camino que se presume largo y dificultoso, lo peor siempre está al principio. Lo que más cuesta, siempre, es arrancar. Pero hasta el viaje más largo comienza con un primer paso.
No sé vosotros, pero yo no soy paciente. Me cuesta. Es verdad que las mejores cosas que me han ocurrido en la vida han llegado de forma tranquila y parsimoniosa, lenta y premiosa. Y, aún así, soy de naturaleza ansiosa. Aunque intento corregirme.
«¡Queremos el mundo y lo queremos… ahora!», gritaba Jim Morrison en mitad de sus conciertos, provocando el delirio de la gente. Para quiénes valoramos el tiempo como un preciado tesoro, para quienes pagaríamos dinero por conseguir días de 48 horas, la vida siempre se nos aparece como demasiado corta y tendemos a pensar que todo lo que no hagamos hoy es posible que no lo podamos hacer mañana.
Y eso nos hace impacientes.
Y la impaciencia es peligrosa. Pero comprensible. Kant lo expresaba de una forma preclara y contundente: «La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte».
A mí me cuesta. Pero lo intento. Porque estoy convencido, y la experiencia así me lo ha demostrado, que con paciencia, paso a paso, con ahínco y sin desmayo es como se consiguen las cosas que realmente importan, las auténticamente valiosas. Las más preciadas y preciosas.
Lo que pasa es que la paciencia no viste mucho. No tiene predicamento y, en general, no está ni bien vista ni bien valorada. Leopardi lo definió perfectamente cuando dijo que «la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo.»
Cierto.
Estoy aprendiendo a ser paciente. Creo. Al menos, lo intento. Suelo aplicar la paciencia cuando tengo una meta bien definida y sé que el objetivo, aunque difícil, es alcanzable.
Pero dudo y titubeo cuando no lo veo claro. Me ha pasado, a veces, en distintos ámbitos de la vida. Cuando por alguna razón no soy capaz de vislumbrar un buen fin, acorto, atajo y me dejo invadir por esa nerviosa impaciencia. O me desvío del camino trazado, de la hoja de ruta. ¿Para qué perseverar, si el futuro, más que incierto, es negro?
A veces, igualmente, me he arrepentido. Pocas. Muy pocas. Aunque importantes, eso sí. Pero eso de arrepentirse… En uno de los diálogos más geniales que recuerdo haber escuchado en una película -y no me acuerdo de cuál era-, Steve McQueen cuenta la historia de un vaquero que se encuentra a otro en medio de un montón de cactus. Le pregunta que si es que se ha caído y el otro le dice que no. Que se metió allí voluntariamente hacía un rato. Y para explicar la razón por la que lo hizo, estoica, simple y llanamente dice: «En aquel momento parecía una buena idea.»
Pero igual que he aprendido a gozar del silencio y a disfrutar de las potencialidades de la soledad, persevero en el cultivo de la paciencia como una de las grandes virtudes que ha de reportar la consecución de los logros más altos y la obtención de la recompensa más suculenta. Porque si el genio puede concebir, a la labor paciente le toca consumar, en palabras de Horace Mann.
Jesús Lens, paciente y contemplativo.