LOS FALSIFICADORES

Quien piense que sobre los nazis, los judíos y los campos de concentración ya está todo dicho, se equivoca. Y “Los falsificadores”, la película ganadora del Óscar a la mejor producción extranjera de este año, así lo atestigua.


Se trata de una película sencilla y amable, que no complaciente, en que se cuenta una historia muy sencilla: los nazis, en su táctica de guerra, decide crear un grupo de falsificadores de moneda que, inundando el mercado de libras y dólares falsos, ponga en jaque el sistema financiero de los aliados.


Y para ello, nada mejor que juntar en el barracón de un campo de concentración a los más reputados profesionales del ramo de la impresión de billetes, los que, paradójicamente, eran todos judíos.

La película se basa en las relaciones que se establecen entre presos y carceleros y, sobre todo, entre los propios judíos confinados en el campo. Porque a aquéllos, por hacer bien su trabajo, se les trataba a cuerpo de rey… teniendo en cuenta que los carceleros eran nazis y los presos eran judíos recluidos en uno de aquellos siniestros reductos de muerte y destrucción.

¿Dónde reside el drama? Pues en que si los presos consiguen obtener una falsificación perfecta del dólar contribuirán con los nazis a que ganen la guerra. Pero si no lo consiguen, los irán matando, uno a uno y de forma inclemente. ¿Qué hacer? ¿Sobrevivir a costa de la muerte de miles de soldados o dejarse aniquilar como cucarachas?

En esa dialéctica, que tanto nos recuerda a “El puente sobre el Río Kwai”, transcurre el meollo de la película. Porque el protagonista, además de sobrevivir, quiere conseguir esa falsificación perfecta de la moneda más difícil: el dólar americano, a modo de consagración artística, personal y profesional.

La dirección de Stefan Ruzowitzky es muy ajustada, sin excusas para el sentimentalismo o la manipulación de las emociones. Las interpretaciones son soberbias – no en vano, el protagonista fue galardonado con el Premio al Mejor Actor de la Seminci de Valladolid del pasado año – y, en general, la película deja un excelente sabor de boca.

Sin embargo, apenas se habla de ella y su Óscar ha pasado casi completamente desapercibido. Y eso que, ahora, la cartelera está tiritando de frío. Misterios del Homus Cinematográficus Contemporáneus.

Valoración: 6,5

Lo mejor: Se trata de una película sencilla, corta y compacta, basada en hechos reales, con una historia de lo más interesante.


Lo peor: Que esté pasando inadvertida.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

EN LA MUERTE DE RAFAEL AZCONA

A estas horas, todas las ediciones digitales de todos los periódicos se van completando con la información sobre la triste muerte de nuestro guionista más emblemático y universal. Si hace unos meses nos dejaba Fernando Fernán Gómez, hoy el mundo en un poco más triste, tras el fallecimiento de Rafael Azcona, un cómico genial, con una insuperable capacidad de mirar y contar las grandezas y las miserias del ser humano.

En estas dos entrevistas, tenemos la medida de su talento:

Hoy estamos de luto.

FINALES QUE CORTAN EL ROLLO

Escribir sobre finales de películas puede ser peligroso. Creo que este reportaje que publicamos hoy en IDEAL hablamos de películas bien conocidas y cuyos desenlaces son de dominio público. A ver qué les parece este recorrido por películas cuyo The end no deja de ser raro y sorprendente… Y otra cuestión: ¿qué otros finales, entre cortantes y sugerentes, recomendarías? Siendo discretos y sutiles a la hora de señalarlos, procurando no reventar la película/serie más de la cuenta…

Honestamente y aunque la concesión del Óscar al mejor actor secundario a Javier Bardem por su impactante papel en “No es país para viejos” ha alegrado a todo el mundo, el final de la película; raro, confuso y complicado, ha resultado un tanto decepcionante, la verdad sea dicha. Después de la adrenalina e intensidad que los hermanos Coen imprimieron a toda la narración, ¿no provoca un cierto bajón ese amargado soliloquio del sheriff, interpretado por Tommy Lee Jones?

En realidad, el final de la película es radicalmente fiel a la novela de Cormac McCarthy en que está basada, sólo que en pantalla no terminan de encajar las reflexiones de ese viejo al que su país se le ha hecho incomprensible. Porque a lo largo de la novela, sus pensamientos iban jalonando toda la narración, a través de una serie monólogos que desembocaban, con naturalidad, en ese final que tantos rías de tinta cibernética ha hecho derramar en Internet, desde el estreno de la película.

Y es que nunca es fácil dar con el mejor final para una película. Están, por supuesto, los tradicionales y siempre amables happy ends del cine clásico americano, en que los personajes terminan viviendo felices y comiendo perdices, como en los cuentos infantiles. Películas en que el esquema de planteamiento, nudo y desenlace no ofrece sorpresa alguna a un espectador que sale del cine alegre, festivo y contento, reconciliado con la vida.

Luego llegaron directores que, como John Huston, abominaban de los finales felices. Para el director americano, lo importante es la aventura, la persecución de quimeras y los sueños imposibles. Por eso sus finales solían ser cínicos, burlescos, ácidos y sarcásticos. De la risa histérica de los buscadores de oro en “El tesoro de Sierra Madre”, cuando veían cómo los bandidos lo arrojaban al aire por error, a la famosa frase de “El halcón maltés”, cuando un personaje le preguntaba a Bogart por el material de que estaba hecha la estatuilla que habían perseguido a lo largo de la película y éste respondía con la mítica frase: “del material de que están hechos los sueños”, toda una declaración de principios.


¿Y “Casablanca”? ¿No era maravilloso ese momento en que Rick, por ideales, renuncia a su amor por Ilsa y pronuncia el célebre “siempre nos quedará París”? O, instantes después, cuando le dice a Louis el no menos famoso “presiento que éste es el comienzo de una hermosa amistad”…

Aún así, éstos son finales que, si bien se pueden salir de lo que sería un guión tradicional made-in-Hollywood, tienen toda su lógica, dentro del desarrollo de la película. Pero ¿qué pasa con esas otras películas cuyos finales son absolutamente desconcertantes?

En “Pozos de ambición”, la otra gran candidata a los Óscar de este año, el espectador se queda chafado en el asiento cuando, después de cerca de tres horas de película, ésta no parece terminar, tras ese golpe de efecto final, protagonizado por un arrebatador Daniel Day Lewis. Y, sin embargo, el final tiene todo el sentido del mundo, atendiendo a la historia contada.

Porque hay finales abiertos que, precisamente, resultan más elocuentes, sugestivos y atractivos que los finales cerrados. Por ejemplo, el de “2001. Una odisea del espacio”, posiblemente, la película más comentada de la historia. Las interpretaciones acerca de qué era el monolito han sido de lo más variopintas, desde ópticas místico-religiosas a las más puramente científicas, con ese feto dentro de la bolsa amniótica, ingrávido, dando vueltas en torno a la tierra, mientras la música de Richard Strauss suena en el ambiente.


Y, muy en esa línea, tenemos que recordar el célebre travelling circular con que Werner Herzog terminaba la desquiciada “Aguirre, la cólera de Dios”, mostrando las balsas de los conquistadores españoles, mecidas por la indómita corriente del poderoso río Amazonas, bailando una especie de vals siniestro en un enloquecido viaje sin retorno.


O la desasosegante “Funny games”, de Michael Haneke, una de las mejores películas de la historia del cine europeo, cuyo director ha vuelto a filmarla, esta vez, en los Estados Unidos, con Naomi Watts y Tim Roth como protagonistas y cuyo estreno está previsto para el próximo verano. Es una película de una violencia extrema en la que, sin embargo, no hay una gota de sangre. Una película que muestra lo peor del ser humano, una impactante radiografía del mal en estado puro cuyo final llega a provocar auténtica ansiedad. Y es que a Haneke le gusta jugar con el espectador, hasta el último minuto, como ya demostró con también celebrada y multipremiada “Caché”.

Apostar por un final sorpresa, en el mundo del cine, es muy arriesgado ya que el boca-oreja puede hundir una película. En la publicidad de “Psicosis”, por ejemplo, se hacía un ruego a los espectadores para que no reventaran la sorpresa final de la película al resto de la gente y todos los tráilers de la película se encarecía que no se desvelase el sorpresivo desenlace en que se desvelaba la identidad del asesino del cuchillo. Y es que Hitchcock, además de ser un maestro del suspense, era un maestro de la publicidad. Otra de sus grandes películas, “Los pájaros”, terminaba de forma enigmática, con los protagonistas huyendo en coche de esa Bahía Bodega infestada de aves asesinas. Un final abierto al que faltó una guinda: el Maestro del Suspense se quejó de que, por problemas presupuestarios, no pudo filmar el final previsto para la película según el cuál el coche conducido por Rod Taylor habría de dirigirse a San Francisco, en busca de una salvación que se demostraría imposible ya que, al acercarse a ciudad, se encontraría con el célebre puente Golden Gate, tomado por esos pájaros insensatamente homicidas.


Otros finales de película con imágenes impactantes, anacrónicas y extremadamente sorpresivas serían el de “El planeta de los simios”, cuando Charlon Heston se daba de bruces con los restos de la Estatua de la Libertad, semienterrados en la arena de una playa o la fantasmal aparición de las carabelas españolas al final de “Apocalypto”, una inconsistencia histórica que, sin embargo, emocionalmente funcionaba a las mil maravillas en la pantalla.


Llegados a este punto, ¿cómo no traer recuerdo de los finales de tres películas muy recientes y con muchas concomitancias entre sí? Amenábar ha contado cómo se le saltaron las lágrimas cuando vio “El sexto sentido”. Y no eran lágrimas de emoción, precisamente. Eran lágrimas de impotencia y rabia, al pensar que, tras el estreno de la película de M. Night Shyamalan, su idea para filmar “Los otros” había perdido todo el sentido, dada la similitud en el desenlace de ambas películas. Después, sin embargo, decidió tirar adelante y, efectivamente, consiguió sorprender a los espectadores. Como lo hizo J.A. Bayona, con “El orfanato”, la película más taquillera en España en 2007 que, combinando buena parte de los clásicos del cine de terror, provocó una tremenda conmoción y no sólo en las taquillas.


Pero el cine con finales sorpresa no es sólo cosa de los últimos años. George Roy Hill, en “El golpe”, bordó la representación de un atraco perfecto en que los guionistas jugaban con el espectador en la misma medida en que los personajes interpretados por Paul Newman y Robert Redford lo hacían con el pobre pringado de turno. Es llamativo que ambos actores participaran en otra película mítica de final abierto, “Dos hombres y un destino”, donde interpretaban a dos bandidos que terminaban enfrentados a todo el ejército de un país sudamericano. Mientras el sonido de los disparos retumbaba, la imagen quedaba congelada, con los carismáticos rostros de los dos actores impresos en la pantalla. Todo indicaba que la fuga era imposible, pero…

Además, hay finales que realmente no son tales ya que dejan la puerta abierta para posibles continuaciones. Como ocurría en la sensual y violenta “Instinto básico”, en esa secuencia final protagonizada por un picahielos, invitado especial del postrer encuentro íntimo entre Michael Douglas y Sharon Stone.

Y hay otras películas, como “El señor de los anillos”, que te dejan con la miel en los labios, ansioso porque se estrene su continuación. Es una táctica muy habitual en películas que tienen decidido, de antemano, que contarán con una continuación. Las sagas de “Piratas del Caribe”, “Mátrix” o, más lejana en el tiempo, la de “Regreso al futuro”; copiaban el esquema de aquellos históricos seriales televisivos que dejaban colgados a los protagonistas en un precipicio, de una semana para la siguiente, concitando el interés ansioso de los espectadores.

Las series de televisión también se terminan.

Las series de televisión también pueden terminar de forma sorprendente y desconcertante. “Twin peaks”, la serie que revolucionó el mundo de la televisión y demostró que ésta puede ser tanto o más creativas que el cine, dejó chafados a millones de espectadores, con un final abierto, desconcertante y, a decir de los televidentes, ciertamente irritante.

Después de resolver el enigma sobre quién mató a Laura Palmer, el agente Cooper permaneció en el pueblo de Twin Peaks, intentando capturar a su archienemigo, Windom Earle. Pero las presencias maléficas que habitaban en los bosques hicieron de las suyas, de forma que, al final de la serie, el mismísimo Dale Cooper se encontró poseído por esas fuerzas diabólicas que dejaban abiertas, de par en par, las puertas del averno.


Otro final televisivamente polémico ha sido el de Los Soprano, la serie más comentada de los últimos años. El desenlace de la historia de los mafiosos de Nueva Jersey había despertado tanta expectación que provocó un curioso incidente entre lo polémico, lo diplomático y lo publicitario.

Al Gore, ex Vicepresidente de los EE.UU. y Premio Nóbel de la Paz, fiel seguidor de la serie, tenia que tomar un vuelo para Estambul justo el día en que se iba a emitir el último episodio de la misma. Como no quería perdérselo, movió los hilos para que le dejasen verlo en exclusiva, lo que generó un agrio debate dentro de la Paramount. La solución fue de lo más imaginativa. El estudio le entregó un maletín con una combinación numérica y sólo cuando el avión estuvo en vuelo dieron a Gore la combinación que le permitió ser uno de los primeros ciudadanos del mundo en ver el desenlace de “Los Soprano”, detalle, por cierto, que irritó notablemente a Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York, compulsivamente celoso por este trato de favor dado que él era otro furibundo fan de Tony y los suyos.

La pregunta sería, por tanto, si el final de la serie estuvo a la altura de lo esperado. Y la respuesta es que… bueno. Hubo división de opiniones ante esa última secuencia, del clan comiendo aros de cebolla, una secuencia que entronca a las mil maravillas con la filosofía de la serie, por otra parte.

Y queda el futuro. Podemos anticipar que habrá algunos finales polémicos, en los próximos meses. Por un lado, el de la película “Watchmen”, basada en el famoso tebeo de Alan Moore. Y, por otro, el de la serie “Perdidos”, que se cruzan apuestas en los mentideros televisivos sobre si es posible que los supervivientes del vuelo de la Oceanic tengan una salida digna, tras el embrollo que han ido tejiendo los guionistas de otra serie revolucionaria.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

ÁFRICA ¿EL FRACASO DE LA HUMANIDAD?

Hace unos meses, a la vuelta del Malí, publicamos este artículo en IDEAL. Ahora, a la vuelta de Senegal, me apetece rescatarlo. En su momento ya suscito comentarios y controversia. No sé si los nuevos amigos de Pateando el Mundo, o icluso los veteranos, quieren volver sobre el tema…

Tengo un amigo que, hará un par de años, se fue a Kenia. Cuando volvió, antes de preguntarle por lo que le había parecido el viaje, comencé a glosar las maravillas de esa parte del mundo. Al terminar de exponer mis razones, mi amigo, muy serio, me espetó un demoledor “permíteme que disienta” que me dejó sin palabras. Entonces recordé sus ojos, alegres y vivaces, cuando caminábamos por París, ciudad a la que mi amigo definía como la capital del mundo y donde, decía, podríamos buscarlo si alguna vez decidía cambiar de aires y perderse del mundanal ruido.

Mi amigo, que es un racionalista, humanista, enciclopedista y convencido defensor de la leyenda “Libertad, igualdad, fraternidad”, no consiguió disfrutar de un África que, para él, representa el fracaso de la humanidad, contemplada desde un punto de vista económico-desarrollista. ¿Cómo comparar Nairobi con París, la ciudad perfecta, la capital de las vanguardias artísticas y gastronómicas, faro de una revolución en que conviven Notre Dame, la torre Eiffel y el Arco de la Defense? París es una ciudad hecha por el hombre, a la medida del hombre y para disfrute del hombre.

En África, sin embargo, el hombre se siente pequeño y sigue estando a merced de una naturaleza indómita y salvaje que, cuando quiere, juega con él. Así, lo primero que los europeos tenemos que hacer, antes incluso de poner un pie en el vecino continente, es vacunarnos contra un montón de enfermedades que, por suerte, hace decenios que fueron erradicadas de nuestra tierra, de la fiebre amarilla y la polio a la profilaxis de la terrible malaria.

Y, después, en cuanto arribamos al continente negro, los europeos retrocedemos otro puñado de décadas en nuestro estándar vital. En África todo es difícil y complicado, duro y, en muchos casos, absurdo, caótico y surrealista. Desde los interminables trámites burocráticos para entrar en cualquiera de sus países al ruido, el humo de los coches, el estruendo y el caos generalizado. Entrar en África es dar un salto atrás en el tiempo. Es volver al origen primigenio del ser humano. Porque en el principio estuvo África.


El calor, la humedad, los insectos, los mosquitos, las incomodidades y la mala comida contrastan con el colorido de una vitalidad sin límites, con el sonido una explosión de vida sin parangón en nuestras sociedades frías y liofilizadas, reglamentadas y racionalizadas.

Los caminos de África, rojos, hechos de tierra, sirven para que centenares de persones los transiten en coche, pero mayoritariamente, en autobuses cochambrosos, en burro, en bicicleta y, por su puesto, caminando. Carreteras, pistas y caminos de dimensión todavía humana, previa al desarrollo tecnológico de nuestras autovías y autopistas.

En África todo es desmedido y extremo. E imperfecto. Desde sus democracias corruptas a sus aires acondicionados inservibles. El tiempo pasa más despacio y la noche sucede al día sin solución de continuidad. Se trabaja de sol a sol y de noche, se descansa. O no. Pero la ausencia generalizada de luz eléctrica hace que la vida de paralice. La vida, como la entendemos nosotros.

Porque en África, la vida es diferente. Y los europeos que viajamos allí es precisamente eso lo que vamos buscando: sentir experiencias sensoriales diferentes. De la inmensa soledad y el vacío de los desiertos a la magnificencia de los grandes mamíferos en libertad pasando, por su puesto, por unas relaciones humanas que en nada se parecen a las de nuestros países de origen. En África la gente se toca, se abraza, se habla, se canta y se devora con la vista, sin disimulos o vergüenzas. Porque todo es primitivo, todo el primigenio, simple y básico. En África se ama, se odia, se quiere y se mata con una fuerza, pasión o saña que nosotros ya no conocemos. Y esa vida sencilla: un trozo de carne en las brasas de un fuego, un té caliente al atardecer, una cerveza a mediodía. La charla nocturna, el saludo de un niño o una partida de Awalé después de comer.

Cuando en nuestro mundo hemos procurado reducir la naturaleza a límites tolerablemente humanos, mecanizando las sierras, dibujando los senderos de las montañas, balizando las playas, reconduciendo los cauces de los ríos y reglamentando hasta el comportamiento humano más sencillo; África supone un soplo de libertad en que no hay cinturones de seguridad, controles de alcoholemia o legislación antitabaco.

No vamos a África a regodearnos en la miseria de los demás. No. Vamos a África en busca de una libertad que hemos perdido en nuestra vida, de unos horizontes impensables en nuestra vista cotidiana, de unos sonidos que ya no somos capaces de escuchar en nuestras sociedades, de unos colores tan fuertes que hieren la vista, de unos olores tan profundos que apabullan nuestros sentidos. Buscamos la pureza, la luz y la esencia de unas relaciones hombre-hombre y hombre-naturaleza que, a lo largo de diversas generaciones, hemos sepultado bajo toneladas de cemento, asfalto, humo y legislación.

Por eso, cuanto menos desarrollado está un país en África, más auténtico lo encontramos, más fuerte es el impacto, más calado tiene la conmoción y mejor nos sentimos allí. Sobre todo porque, pasados unos días, unas semanas o unos meses, volveremos a la comodidad de nuestros hogares y podremos narrar nuestra gran aventura africana a los amigos en torno a un buen vino, en la calidez de un bar debidamente acondicionado y que cumple todas las normas higiénicas que aquí son felizmente exigibles.


Es el contrasentido de África. Intelectualmente, queremos que mejore, que crezca y se desarrolle. Sensorialmente, no. Hoy por hoy, el hecho de que buena parte del continente africano se encuentre sumido en el subdesarrollo hace que allí podamos encontrar muchas de las cosas que aquí hemos perdido y que echamos de menos. Porque África es el fracaso de una humanidad basada en el desarrollo científico, técnico, arquitectónico y sanitario. Y, sin embargo, África es la celebración de una humanidad primordial en la que prima una forma alegre, festiva, lenta, colorista, apasionada, cálida, feraz y bulliciosa de entender la existencia.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.