POZOS DE AMBICIÓN

Quiso la casualidad que fuéramos a ver “Pozos de ambición” justo después de asistir a un curso en que se hablaba de liderazgo. Y, curiosamente, para ilustrar los posibles modelos de liderazgo que existen, la profesora había proyectado cuatro secuencias de otras tantas películas en que sus protagonistas son líderes natos, de “Patton” a “Ghandi” pasando por “El Club de los Poetas Muertos”.


Así, empezamos a ver “Pozos de ambición” y, justo después del silencioso y brutal arranque de la película, protagonizada por un Daniel Day Lewis en estado de gracia, asistimos a una secuencia en que éste tiene que hablar en público para convencer a los dueños de unas parcelas de tierra bajo cuyo suelo hay petróleo de que se las ceda en arrendamiento a su empresa.

Y allí me descubrí, en la platea, intentando encuadrar a Daniel Plainview, que así se llama el protagonista de la última película de Paul Thomas Anderson, dentro de los parámetros de liderazgo que Reme nos había ido desgranando esa tarde.

¿La conclusión?

Pues no sé qué pensarán mis colegas de curso, si alguno ha visto la película, pero el amigo Daniel Vistaplana parece ser un líder a su pesar. Frío, detestable, duro y atormentadamente complejo por una parte, aunque básico y primario hasta lo descarnado por otra; el personaje principal de “Correrá la sangre” -auténtico nombre de la estúpidamente traducida como “Pozos de ambición”- es de esos papeles llamados no sólo a conseguir el Óscar (cuando escribo estas líneas faltan un puñado de horas para que comience la ceremonia en LA*) sino a marcar un hito en la historia de las interpretaciones cinematográficas más celebradas y recordadas en el tiempo.


Hay momentos en que Daniel Day Lewis le confiere a su personaje tanta intensidad que roza lo sobreactuado, pero, por lo general, impresiona su recreación de ese salvaje buscador de oro y plata, enriquecido hasta la desmesura cuando encontró el otro oro, el negro. Sus relaciones personales nos lo describen como frío y ambicioso, y así aparece en uno de los momentos más intensos de la película, al sostener que odia a todo el mundo.

Sin el más mínimo talento, actitud ni aptitud para las relaciones sociales, Daniel Plainview es un personaje trágico que, como el Kane de Orson Wells terminará alcanzando las más altas cotas de la miseria. Las relaciones con su hijo, con su hermano y con el cura visionario marcan la esencia de un individuo-prototipo del capitalista salvaje de los EE.UU. de principios de siglo. Una precisa radiografía de unos tiempos duros en que la riqueza fluía con generosidad… para quién sabía cómo canalizarla.

Y, aparte de las relaciones humanas, está la parte “documental” sobre el petróleo y sus métodos de extracción. Imágenes muy poderosas y bien filmadas, en las que la dureza, la sequedad y esterilidad de al superficie del territorio contrasta con la riqueza que alberga en su interior. Una riqueza, aún así, viscosa y negra, puro detritus.

Una película larga, densa y bien resuelta, con uno de esos finales abruptos que tan de moda se están poniendo. Una película que, a buen seguro, será analizada por profesores y especialistas de empresariales, liderazgo, estrategia y demás cuestiones adyacentes. Un filme que, además, si termina triunfando en lo Óscar, más allá del probable galardón a Daniel Day Lewis, demostraría que las cosas están cambiando, y mucho, en la Meca del Cine**.


Lo mejor: Daniel Day Lewis: inmenso, radical, brutal.

Lo peor: Los diálogos con el hermano. Llegan a hacerse demasiado largos y tediosos.

Valoración: 7

(*) Efectivamente, DDL ganó el Óscar al mejor actor.

(**) Efectivamente, “Pozos de ambición” no arrasó en la ceremonia de los Óscar. Fueron los Hermanos Coen y su “No es país para viejos” quienes se llevaron los premios gordos.

LA MARCA BLANCA DE LA CASA

Subimos una nueva entrada al Proyecto Florens, que en castellano suena mejor. El proyecto, ya lo sabéis, lo llevamos de la mano con nuestro Alter Ego, el intratable Corricolari. En este caso, va de fútbol.

Hace unos días, los madridistas se regocijaban grandemente –y, con ellos, una de las mitades de este Florens, dual y binario- con la noticia de que Raúl y Casillas habían firmado sendos contratos a perpetuidad con su club de toda la vida: el Real Madrid.


En un mercado como el del fútbol, en el que ser mercenario cotiza al alza, con jugadores como Anelka, Ronaldo o Vieri, desfilando por una infinidad de clubes, siempre a la búsqueda de la oferta más alta; da gusto encontrarse con noticias como la señalada, que te reconcilian con algo parecido al romanticismo y al amor por unos colores, por un club, por una afición.


Esta decisión compartida por Raúl, Casillas y el Real Madrid entronca con otra época gloriosa del equipo merengue. Eran los años de la Quinta del Buitre. Los Sanchís, Míchel y Butragueño eran ídolos de masas y ganaban las ligas españolas con una pasmosa regularidad. A sus puertas llamaban los clubes italianos, por entonces inmensamente más ricos que los españoles. Pero todos ellos se quedaron en el Madrid. Bueno, todos no. Martín Vázquez hizo las Italias… y no le fue especialmente bien en su aventura.

No estábamos entonces en los años de la globalización y el mundo todavía parecía grande. Aún así, en la decisión de los jugadores pesó enormemente el cariño por la elástica blanca. Sin morirse de hambre, por supuesto. No nos vamos a llamar a engaño y a sostener que con su decisión pasaran penurias, pero sí es verdad que renunciaron a mareantes ofertas económicas y que se quedaron en el Madrid más por compromiso con la Real Madrid que por amor a la pasta gansa.

Si Casillas se pusiera en el mercado, clubes como el Chelsea o el mismo Barça le darían lo que pidiese ya que su fichaje sería un triple torpedo en la línea de flotación de la Casa Blanca: por un lado, reforzarían la plantilla de un equipo rival con, posiblemente, el mejor portero del mundo. Por otro, se despoja al enemigo de una de sus piezas capitales. Y, en tercer lugar, se produciría un efecto mediático tan brutal que afectaría enormemente a la masa social del club, a la que quedaría un enorme sentimiento de orfandad, derrota y miseria.


Recordemos jugadas maestras en las que el Real Madrid fichó a jugadores como Laudrup, Zidane y, para su sección de baloncesto, a Petrovic o a Sabonis. Una auténtica revolución que, más allá de vestir al equipo blanco de smoking, desnudaba a sus mayores y más directos enemigos, haciéndoles más débiles y vulnerables.

Porque hay jugadores que son más que deportistas. Mucho más. Hay jugadores que son iconos que conectan con la sensibilidad de la afición, que representan los valores del club y con quienes es posible sentirse identificados.

Calderón lo ha visto claro y ha apostado por reforzar la imagen de una institución que también es más que un club, a través de la vinculación de por vida de dos de esos iconos: Casillas y Raúl. Jugadores bravos y comprometidos; pura pasión, fuerza, garra y determinación. Jugadores con los que la chavalería se identifica y a los que idolatra como a algo más que jugadores. El siguiente, más controvertido, será Guti, el artista del pase perfecto.


Porque Beckahm era muy guapo, Ronaldo era un fenómeno y Zidane un genio. Pero, en el imaginario colectivo de los madridistas, sus jugadores son los Casillas y Raúl que enlazaban con los Hierro, Sanchís, Míchel, Butragueño, Valdano, Santillana… de antaño. Jugadores que dieron sus mejores años de fútbol para un club que, después, se ha portado mejor con unos que con otros.


Posiblemente, ése fue el mayor error de Florentino Pérez durante su mandato como máximo responsable de la Casa Blanca: no haber sabido convertir a los jugadores más queridos y emblemáticos del Real Madrid en los protagonistas de las victorias del equipo. Su relación con Hierro fue tormentosa y siempre parecía reivindicar con más fuerza y cariño el trabajo de las estrellas mediáticas que él había fichado.

Jugadores como Raúl o Casillas, más allá de su trabajo y maestría sobre el terreno de juego, aportan a una entidad deportiva eso que ahora se conoce como “intangibles” y que ya hemos descrito antes: determinación, compromiso, garra, fuerza y amor por unos colores.

Que un club como el Real Madrid haya sabido capitalizar lo mejor de sus recursos humanos para dar continuidad a estos grandes jugadores dentro de la estructura de la entidad, incluso cuando dejen el ejercicio activo de la práctica deportiva; demuestra que se están haciendo las cosas bien, con criterio, talento y lógica empresarial. Porque el orgullo de pertenencia es uno de los logros a los que debe aspirar cualquier entidad que quiera ser realmente especial, singular y, sobre todo, grande.

La grandeza se empieza a construir, más allá de los logros deportivos, económicos o empresariales, desde el factor humano. Vivimos en tiempos vertiginosos y acelerados en que todo cambia a la velocidad del rayo. Por eso, las instituciones que quieran ser visibles, reconocidas, seguidas y respetadas, sin quedarse obsoletas, han de anclarse bien fuerte en el imaginario colectivo de las personas. Y para conseguirlo, más allá de un escudo, unos colores, un himno, un logotipo o un imagotipo; es necesario apelar a lo mejor del factor humano que hace posible el funcionamiento diario y cotidiano de la institución.

Antonio Jesús Florens.

SEÑORES PASAJEROS, MIREN A CUALQUIER LADO…

… menos a la derecha. Un mensaje de Mandarin Airlines.
Debería de hablar sobre nuestra carrera en Albolote, pero sólo diré que, aunque no ha llovido, ha ido peor que la de Armilla. Muy agotado. Y para mayor información, lo mejor es leer la crónica que ya estamos esperando de nuestro amigo Corricolari, en Diario de un Corredor, que es el auténtico Máster en esto de contar las carreras.