Hasta las webs sin actualizar

Este verano, organizarse un viaje por libre es toda una odisea. Y hablamos de un viaje por España, haciendo la Ruta de la Plata. En tres días nos hemos topado con museos cerrados, horarios incompatibles y direcciones erróneas. La culpa es mía, por supuesto, que me he creído todo eso de la vanguardia tecnológica y la digitalización aplicada al sector turístico. La modernidad, o sea.

Se nos llena la boca hablando del Plan España 2050, las smart cities, la inteligencia artificial y el big data, pero luego va el comunity manager y se va de vacaciones sin actualizar el horario de agosto. Y no me refiero, solo, a pequeños comercios, sino a grandes instituciones y monumentos de reconocido prestigio.

Mirar los horarios de apertura y cierre en una web es absurdo y quimérico. ¡La cara de tonto que se te queda cuando llegas a tu destino después de fundir el GPS y te encuentras ese centro de interpretación de lo que sea todo chapado. “¡Pero si en la web pone que está abierto hasta las nueve de la noche!”. Pero no. A las ocho, allí no quedan ni las moscas.

Y no se crean que la vieja opción telefónica funciona mucho mejor: como estamos tan modernizados, todo son robots y operadores digitales que, tras mantenerte largo rato a la espera, terminan por no saber la respuesta a lo que preguntas… si no te cuelgan directamente.

Así las cosas y con el fin de disfrutar del camino, ya no planificamos visita alguna. Llegamos a los sitios y miramos qué hay abierto y a qué horas. Físicamente e in situ. Y nos adaptamos. También disfrutamos mucho de los exteriores y los paseos, claro. A fin de cuentas, los cabos y sus rompientes, las puestas de sol y los bosques están siempre ahí.

Lo bueno de viajar por España es que, cuando te quedan cosas sin ver, te consuelas pensando que ya volverás. Esa mera posibilidad ya reconforta. Mucho más frustrante es cuando viajas por el extranjero, claro.

No sé si será la covid o que hay poco turismo de fuera, pero da mala imagen ese descontrol y esa falta de cuidado de las webs, el principal escaparate en que mostramos nuestro producto al mundo. O será que viajar vuelve a ser algo romántico y la improvisación y la adaptación son la clave. Lo mismo lo llaman resiliencia aplicada al viaje y al turismo y yo ni me he coscado.

Jesús Lens

 

Turismo de rebequita

Continúo de ruta y en Asturias oigo comentarios acerca de los viajes y el turismo sobre los que conviene reflexionar. Para empezar, algo relativo a la futura distopía energética: cada vez hay más gente que sube desde el sur huyendo del calor.

Acostumbrados a la pasión generalizada por el turismo de sol y playa, me llama la atención esta corriente inversa que busca sombra y rebequita, aunque tiene toda la lógica del mundo. Verán ustedes cómo, con las sucesivas olas de calor y alertas de color, los creativos empiezan a apelar a Galicia, Asturias, Cantabria y País Vasco como destinos climáticos preferenciales, con lemas como ‘Te vas a quedar frío’, ‘Verano entre brumas’, ‘Las humedades de julio’ o ’Agosto con edredón’.

Íntimamente relacionado con ello, otra cuestión más espinosa: los andaluces tenemos fama de no gastarnos un duro. Y no precisamente los de la tierra del chavico. Sevillanos, cordobeses o malagueños que alquilan Viviendas de Uso Turístico y compran en grandes superficies para desayunar y cenar en casa. Para comer, picnic, que apenas gastan en una fabada, un cachopo o unos chorizos a la sidra. Es un debate de largo recorrido que viene a incidir en la dicotomía cantidad/calidad aplicada al turismo.

Estoy feliz de tener que taparme para dormir. Echo de menos los baños en el Mediterráneo, pero viendo las rojeces provocadas por las medusas que se publican en Instagram… no sé yo. También es verdad que, en comparación con el estercolero del Mar Menor, no es cuestión de quejarse por el roce de unos filamentos picantes.

No me las quiero dar de cazador de tendencias, pero me da que el éxito del Camino de Santiago de este verano tiene menos que ver con el Año Santo Xacobeo que con el bendito frescor de las fragas galaicas.

Jesús Lens

Del periodismo como objeto del Noir

La pasada primavera comentábamos dos novelas negras con el periodismo como eje central de la trama. Una, ’La ciudad de las almas tristes’, de Javier Márquez Sánchez, de la que insisto en destacar este párrafo: “Si se ha inventado algo absurdo en este mundo, además de la cerveza con limón y la televisión 3D, es la carrera de periodismo. Para ser periodista hay que tener curiosidad, instinto de investigación y capacidad para narrar. Y desde luego ninguna de esas tres cosas las enseñaban en la carrera cuando yo estudiaba… El hambre por contar historias, como por las manitas de cerdo, se tiene o no se tiene. El periodismo fue y será un oficio. Lo de la filigrana universitaria es otro cantar”. (AQUÍ la reseña entera)

La otra novela reseñada, igualmente recomendable para lectores con pasión por el periodismo, fue ‘El pozo’, Berna González Harbour, una de las mejores periodistas de este país. A lo largo de la narración, la autora desgrana una serie de reglas básicas de la profesión a partir del proceder de sus personajes. “De esta forma, además de una excelente novela y de una reflexión sobre los límites entre el periodismo y el espectáculo, la autora muestra algunas de las claves esenciales de un oficio para el que, nunca olvidemos a Kapuscinski, los cínicos no deberían servir”, escribía entonces. (Leer AQUÍ la reseña entera). Y recuerden también la interesantísima ‘Regeneración’, de Javier Sanclemente, de la que escribí AQUÍ.

Sigamos avanzando en la relación entre noir y periodismo con ‘Memorias de un reportero indecente’, de Pedro Avilés. Subtitulado como ‘Andanzas, tretas y algún ajuste de cuentas de uno de los últimos periodistas de sucesos’, es un libro de memorias contado el primera persona por uno de los cronistas de nota roja con más pedigrí de nuestro país. Pedro Avilés trabajó muchos años en El Caso, un semanario al que define como “escuela de periodismo de investigación”, y en Interviú.

Hizo cientos de reportajes sobre algunos de los crímenes más macabros de nuestra historia negra y criminal y cubrió temas tan escabrosos como Puerto Hurraco, el crimen del rol o Alcàsser, que marcó un antes y un después en el tratamiento de la información de Sucesos, primando cada vez más el show y el espectáculo, como denuncia Berna.

Lo más interesante: cómo hacían su trabajo los periodistas y qué trucos usaban para conseguir una información especialmente sensible y delicada. Con un estilo directo y sin concesiones, Avilés no se guarda nada en el tintero y ajusta las cuentas, efectivamente, con algunos empresarios de la comunicación sin demasiados escrúpulos. ‘Memorias de un reportero indecente’ es un estupendo ejemplo de literatura de no ficción imprescindible para interesados en el periodismo de verdad, y no en el académico, retomando el principio de esta entrega de El rincón oscuro.

¿Y el futuro de la profesión? Si hacemos caso a Carlos Augusto Casas y su ‘El ministerio de la verdad’, chungo. Pero que muy chungo. Imaginemos que la pandemia no ceja y que, con la excusa de combatirla, llegamos a un 2030 con las libertades cercenadas y las redes sociales convertidas en una inquisición de nuevo cuño, valedoras de la censura 2.0. Existiría un Ministerio de la Verdad encargado de velar por la ‘veracidad’ de cualquier información publicada o emitida. Y todo lo que se saliera de esa versión oficial sería sospechoso o directamente perseguible.

Julia Romero es una joven periodista que cree en el sistema y considera que los viejos periodistas de raza, como su padre, ven fantasmas donde no los hay. Sin embargo, el teórico suicidio de su progenitor le hará cuestionarse todo lo que creía y empezará a investigar. Y lo que va a descubrir da miedo. Mucho miedo. Hasta el punto de que el control exhaustivo de la información puede comprometer al mismísimo régimen democrático.

Jesús Lens

La librería del barrio

Aunque todavía queda verano por delante, ya hay familias que preparan la vuelta al cole y encargan y reservan libros, libretas, cuadernos, carpetas y demás material escolar. Es momento, pues, para reivindicar el papel esencial que desempeñan esas librerías-papelerías de barrio en nuestra vida y que en las semanas previas al inicio de las clases hacen su particular, merecido y necesario agosto.

Lo más fácil y cómodo, por supuesto, es encargarlo todo a plataformas digitales o, en algunos casos, incluso al propio centro escolar: los hay que aprovechan para hacer caja con los libros y el material escolar del alumnado. También se ahorran algunos euros… a priori. Porque en la práctica, lo barato sale caro.

La papelería-librería de barrio es la que, cuando pasa el arreón del principio de curso, sigue abierta para ese menudeo que tan práctico nos resulta, desde los lápices, bolígrafos y rotuladores a los libros de lectura recomendada por los profesores o las fotocopias e impresiones de urgencia. ¡Qué cómodo es, entonces, tener una librería cerca del cole, del instituto o de casa! Sobre todo porque adaptan su horario para estar abiertas según las necesidades de sus clientela.

Ahora bien, si la parte mollar del negocio se la damos a esos amos del universo que, con sus beneficios, se embarcan en cuestionables viajes espaciales, es posible que, cuando vayamos en busca de la papelería una tarde de noviembre, nos la encontremos cerrada. Pero cerrada, cerrada. Cerrada del todo. ¡Con la falta que me hacía justo ahora! Dándole la vuelta al cuentito de Monterroso, cuando despertó, la librería no seguía allí: la habían cambiado por una tienda de estética donde ponerse las uñas de porcelana o por una peluquería cuqui para el cuidado de la barba. Porque, de momento, ni las uñas ni las barbas te las arreglan los Bezos del mundo. Aunque todo es cuestión de tiempo.

Comprar ahora el material escolar en las librerías-papelerías de barrio es una inversión que redunda en beneficio de todos. La experiencia y el conocimiento del librero ayudan a atinar con nuestras elecciones y a no hacernos perder el tiempo —y el dinero— con compras inútiles. Una buena recomendación literaria al año ya tiene más valor que el ahorro de un puñado de euros por la compra a través de las plataformas digitales.

Palau, en el Zaidín, me ha salvado la vida más de una vez.

 

Además, potenciar el comercio de cercanía también sirve para revalorizar nuestros barrios, que las tiendas abiertas aportan luz, alegría, confianza y seguridad.

Jesús Lens

Masas de turismo

Recuerdo que hablamos de ello antes de la pandemia. Ojito con el ‘bonitiquismo’. Cuidadín con etiquetas como ‘El pueblo más bonito’, ‘La puesta de sol más bonita’ o lo que quiera que se les ocurra susceptible de ser bonito, desde una playa a una plaza o un callejón. Es una etiqueta cargada por el diablo.

Ando estos días por Asturias, dejándome traer y llevar por paisanos de la tierra. De otras visitas, además de los espacios de Semana Negra de Gijón, conocía los parajes más montañosos: Lagos de Covadonga, Picos de Europa, el Sella, la ruta del Cares, Arenas de Cabrales, Cangas de Onís y alrededores.

En esta ocasión, con base en Salinas, a orillas del Cantábrico, estamos recorriendo los fascinantes y agrestes paisajes marinos de la llamada Costa Verde, donde los prados y los bosques desembocan en las azules aguas del mar. Todo un espectáculo, sus playas de arenas negras o las de arenas blancas, interminablemente largas, como la de la propia Salinas.

Habíamos quedado para comer en Luarca. El consenso fue, antes, pasar por Cudillero, uno de esos pueblos turísticos que hay que ver, sí o también, no en vano forma parte destacada de una lista que, para mí, cada vez es más peligrosa, insisto: la de los pueblos más bonitos de España.

Fuimos el viernes y tardamos más de media hora en aparcar. Y eso que todo estaba perfectamente organizado y acondicionado. Pero era tal la riada de transeúntes y vehículos que la cosa se demoró lo suyo.

Daba igual tratar de pasear por las calles más grandes o por los callejones más estrechos, recónditos y serpenteantes. La marea humana lo llenaba todo. De hecho, para asomarse a la atalaya más famosa o, sencillamente, para hacerse una foto entre las letras del pueblo, había que guardar cola. Una larga cola. Estuvimos un rato de nada en Cudillero y nos marchamos. El runrún de sus comerciantes y hosteleros es, precisamente, que la gente va, hace las fotos de rigor y sale escopeteada. El de la gente, que los precios para tomar siquiera una birra están disparados.

¿Es bonito el pueblo? Objetivamente sí. Subjetivamente, no recomendaría la visita. Al menos, no en temporada alta. Una mera cuestión de percepción. Más y mejor disfruté de la visita a Luarca.

No será tan espectacular, aunque también es preciosa, pero culebrear por sus calles y disfrutar de las vistas desde la Ermita de San Roque es un gustazo.

Jesús Lens