La seguda película que compone «Cine con Swing» es, efectivamente, «París Blues» o, como se tradujo en España, «Un día volveré». Más información sobre el proyecto, lee aquí. Y sobre la primera película, «Round Midnight», aquí.
Irse o quedarse.
Ésa es la cuestión.
Rendirse, claudicar o seguir intentándolo. Hacer caso al conformismo más condescendiente o creer en ti mismo y en tus posibilidades.
¿Quién no se ha enfrentado a disyuntivas como estas, muchas, quizá demasiadas veces en su vida? Sea por amor, por trabajo, por arte, deporte, gusto o afición… ¿cuántas veces has estado en la tesitura de arrojar la toalla para que el árbitro decrete el final del combate?
Porque la vida es una lucha, permanente, contra el acomodamiento, la toma de atajos y de caminos fáciles, la rendición y la bajada de brazos.
Y, si no, que les pregunten a Ram Bowen y a Eddie Cook, los protagonistas de la película “París Blues”, estrenada en España como “Un día volveré” y dirigida por Martin Ritt en 1961.
Bowen y Cook, interpretados respectivamente por Paul Newman y Sidney Poitier, son dos músicos norteamericanos, más expatriados que exiliados en París. Bowen es trombonista. Cook toca la trompeta. Al comienzo de la película los encontramos en su salsa, tocando en un club de Montmartre a todo trapo, desatados sobre el escenario. Estamos en uno de esos garitos pequeños, a los que hay que descender a través de unas estrechas escaleras.
¿Por qué hay que bajar, tantas veces, para escuchar jazz? ¿Quizá porque el jazz sigue siendo considerado como una música demoníaca y está más cerca del infierno que del cielo? El caso es que los parroquianos parecen pasarlo de fábula, bailando, siguiendo el ritmo, bebiendo y vibrando con la música.
Hasta que termina la noche. Y llega el amanecer. Vemos a la dueña del Club, transitando las calles desiertas de una ciudad que, desperezándose, solo puede ser París. La larga y apetitosa baguette que porta en su cesta así lo sugiere. Casi podemos percibir su olor, recién salida del horno, caliente, churruscante. Y, al volver a entrar en el Club, donde también tiene su casa, se encuentra a los dos músicos, derrotados, pero que siguen tocando. Practicando.
Bowen continúa soplando el trombón. Cook, al piano, trabaja sobre un pentagrama: se trata de una composición del propio Bowen que están terminando de pulir. Y que deriva en un pequeño desencuentro entre los músicos, lo que sirve para definir a los personajes. A Cook le gusta. Está bien. Bowen no se conforma. Él solo aspira a la perfección.
Por eso, su relación con la dueña del Club es tan confusa, tan poco comprometida, fría y desapasionada. Las imágenes dejan traslucir que hay algo entre ellos, pero nada parecido al amor. Una relación de conveniencia, más bien. Para el desahogo mutuo. Aunque a ella se la ve más pillada…
En apenas quince minutos, el esqueleto de la película está armado: el espacio, el tiempo, el ambiente y los personajes; sus anhelos y ambiciones, sus grandezas y sus miserias.
Un arranque espectacular para meter al espectador en la historia, sin permitirle distracciones. Un guion que requirió de tres escritores (Walter Bernstein, Irene Kamp y Jack Sher) para adaptar la novela de Harold Flender en que está basada la película. Y un rodaje desarrollado, íntegramente, en la capital francesa, algo imprescindible para darle el toque necesario que la historia requiere.
Y es que el director de la cinta, Martin Ritt, fue uno de los represaliados por la infamante Caza de Brujas desatada en Estados Unidos y se tuvo que exiliar a Europa durante algún tiempo, además de dejar de trabajar en cine y televisión. De ahí la fuerza del personaje interpretado por Poitier, un afroamericano que, en París, no siente el acoso que sufría en su país, sintiéndose más cómodo, relajado, admirado, querido e integrado.
La más o menos plácida vida bohemia que los protagonistas llevan en París se verá sacudida cuando Ram vaya a la estación de tren a recibir a Wild Man Moore, un popular y reconocido músico de jazz norteamericano que desembarca en París con toda su orquesta, dispuesto a prenderle fuego a la ciudad. Interpretado por el mismísimo trompetista Louis Armstrong, una de esas felices presencias que iluminan la película cada vez que aparece en escena; el personaje de Wild Man estará presente a lo largo de todo el metraje ya que, además de aparecer un par de veces en pantalla, su imagen persigue continuamente a Ram Bowen a través de los pósters, las noticias y los carteles que anuncian sus actuaciones. Un recordatorio permanente de lo grande que se puede llegar a ser.
Decíamos que la vida de los músicos se verá alterada porque, en el mismo tren en que viaja Wild Man, llegan dos turistas norteamericanas con ganas de conocer la ciudad y pasarlo bien en París. Ellas son Connie, interpretada por la actriz negra Diahann Carroll y a la que Ram comienza a tirar los tejos en el propio tren; y la caucásica y rubia Lillian, interpretada por Joanne Woodward.
A partir de ahí, la película toma una deriva que oscila entre lo cómico y lo trágico y que mezcla la guerra de los sexos con esa otra guerra, más sorda, entre la pulsión de la libertad creativa y las ataduras de las relaciones formales es institucionalizadas.
Es llamativo, en este sentido, lo agrio y descarnado de la interpretación de Newman, construyendo un personaje lleno de matices, pero al que, la mayor parte de las veces, dan ganas de insultar y zaherir o, cuando menos, dar de lado. Es un personaje que se parece mucho al Eddie Felson de “El buscavidas”, la película de Robert Rossen, otro de los directores represaliados por el Hollywood de la Caza de Brujas, no por casualidad filmada el mismo año 1961.
Se trata de individuos dotados de un talento especial, pero cuya personalidad es complicada, inconformistas, que no hacen lo que la sociedad y los convencionalismos esperan de ellos. Personajes que, por tener un don; sufren, padecen y lo pasan mal. Lo que repercute en su carácter. Y en sus relaciones con las mujeres, en absoluto fáciles o pacíficas. De hecho, es uno de los temas principales de “Paris Blues”: la relación de amor/odio y atracción/repulsión entre los personajes de Newman y Woodward.
Y no porque no se gusten, no estén a gusto juntos o no se rían y se lo pasen bien; sino porque esa escapada a París es solo un paréntesis en la vida de ella mientras que, para Ram, es una apuesta definitiva y volver a Estados Unidos conllevaría ceder a esa rendición de la que hablábamos al principio de este capítulo. Pensar en una cómoda vida hogareña, por mucho que ella le prometa darle espacio, tiempo y todas las comodidades para que componga y toque su música…
Y lo curioso es que Ram comienza flirteando con Connie, al conocerla en el tren. Pero ésta se interesa más por Cook. Quiere saber porqué se ha exiliado de su país. Y ésa es el otro tema importante de la película, la otra gran disquisición: la huida en evitación de los conflictos o la necesidad del compromiso y la lucha para vencer los prejuicios y la injusticia.
En principio, la decisión del personaje interpretado por Poitier de marcharse de unos Estados Unidos racistas y segregacionistas para radicarse en París y dedicarse a lo que más le gusta y mejor se le da, que es tocar la trompeta, parece tan sensata como lógica y pertinente. De hecho, la tradición de los artistas norteamericanos que se exilian y su pulsión por instalarse en la Ciudad de la Luz, con independencia de su color, credo, raza o religión; es un clásico sobre el que volveremos más adelante.
Sin embargo, el personaje de Connie, una luchadora pro derechos civiles en Estados Unidos, combativa y concienciada, viene a espolear a Cook y a enfrentarle a uno de los dilemas que asaltan a los hombres, desde el principio de los tiempos: aunque huyas de ellos, los problemas no desaparecen. Siguen estando ahí. Aunque haya un océano de por medio.
Hasta el final, la película nos va mostrando las relaciones entre las dos parejas, juntas y por separado. Y el director aprovecha para hacer un recorrido por muchos de los lugares emblemáticos de París. Un París que, aun en invierno y en blanco y negro, luce en todo su esplendor, desde el Campo de Marte a los Bateaux-Mouches por el Sena.
Y la música, claro. Los conciertos. Las fiestas en los áticos y las terrazas de las casas del Montmartre. La vida bohemia, con el reverso tenebroso y amenazador de la adicción a heroína de la que es presa uno de los músicos residentes en el Club. Y la aparición, por sorpresa, de Wild Man Moore, con toda su banda, convirtiendo un garito europeo en un fantástico local del Nueva Orleans en el que rugen los vientos de los trombones, las trompetas y los saxofones.
La música interpretada… y la compuesta. Porque Ram no se resiste a ser un mero instrumentista. Y consigue una entrevista con uno de los popes musicales de París, al que le presenta el fruto de su apasionado trabajo, lo que precipita un final que, dependiendo del espectador, de su forma de pensar y sentir; se podrá considerar como lógico o absurdo; defendible o indefendible; posible o imposible… ¡Es la grandeza del cine!
Cid & Lens
Para leer más sobre «Paris Blues», lee aquí.