Vale que hacía calor, pero tampoco era para tanto. Estábamos en primavera, en Cádiz, y la gente que paseaba a sus perros —o que era paseada por sus canes; tanto monta, monta tanto— llevaba en las manos, invariablemente, un bote con agua.
Está de moda, en cuanto aprieta el sol, caminar por las calles bien pertrechados de líquido elemento. Será cosa del cambio climático y de los consejos de médicos y nutricionistas sobre la importancia de la hidratación. Pero, ¿por qué iban con el botecito a cuestas todos los que llevaban perro y no tanto los viandantes normales y corrientes?
La respuesta nos vino dada en una esquina del casco histórico: un can alzó la pata y, tras echar un largo y generoso pipí, el humano que le acompañaba replicó su acción y vertió un chorro de ¿agua? sobre los meados perrunos. Picados por la curiosidad, preguntamos por la cuestión y nos enteramos de que una ordenanza municipal obliga a los dueños de los perros a llevar una botella de agua jabonosa con la que mitigar el efecto de sus micciones. O meadas, por ser claros. Y si no, multa.
¡Qué grande el Kichi!, pensé. Porque el zócalo de ladrillo del edificio en que vivo está negro, literalmente hablando, por culpa de los orines caninos. Desgastado. Consumido. Repugnante. Según he visto después, en Almería es obligatorio echar agua mezclada con vinagre a los orines y en Jaén, agua jabonosa.
Granada se une a la iniciativa gracias al impulso de una campaña presentada esta semana por el alcalde, Luis Salvador; y la edil de Medio Ambiente, Pepa Rubia. De momento, se trata de una cosa más bien voluntaria que comienza con la distribución de unas cantimploras de colores que se repartirán en las clínicas veterinarias, colectivo que también apoya la idea.
Para variar, he visto comentarios jocosos en las redes sobre el tema, criticando al alcalde por dedicarse a estas cuestiones en vez de a otras más enjundiosas. A mí me parece una iniciativa estupenda y necesaria que apela al civismo, a la limpieza y a la salud. Ojalá cunda el ejemplo.
Jesús Lens