Nada más volver de nuestro viaje, escribí estas notas, de actualidad: Cuba en la encrucijada. Pero había, hay, más, mucho más por escribir. Empezamos.
Hay países a los que, una vez visitados, piensas que jamás volverás. A otros, no te importaría regresar. Sin embargo hay algunos, muy pocos, que te atrapan irremisiblemente y a los que sabes que, con total seguridad, acabarás volviendo.
Cuba es uno de ellos.
Y lo es, sobre todo, por la calidad humana de sus nativos. Por su cariño, su gracia, su arte, su forma de entender la vida y de acoger al extranjero. Personas que se convierten en amigos. Rostros amables y sonrientes, francos, que te hacen sentir como en casa.
Por eso, cuando pensaba en cómo escribir sobre mi viaje a Cuba, lo tuve claro: había que contar a la gente. En otras crónicas viajeras he puesto el acento en los monumentos, en los paisajes, en las maravillas naturales… en Cuba, la clave es el factor humano. Las personas.
Y hablando del factor humano de Cuba, en la cabeza de una relación de las personas con que se cruzaron nuestros caminos en nuestra estancia en la Perla del Caribe, en lo más alto de un imposible Top Ten de personas chévere de la Isla estarían, por supuesto, Rebeca Murga y Lorenzo Lunar, los Príncipes de Santa Clara.
Estábamos sentados en la terraza de un bar del Bulevar, Panchy, Pepe, Álvaro y yo, los inmejorables compañeros de este viaje, tomando unas cervezas con Lorenzo y Rebeca. O unas deliciosas y heladas aguas con gas Ciego Montero, ya no me acuerdo. El camarero nos preguntó si sabíamos con quién compartíamos mesa. Y le comentó a Lorenzo que le había gustado mucho su libro:
– Y lo que más me gusta es que todo lo que cuenta es sincero. Es real.
Que a un autor cubano de novela negra le digan eso (el camarero se refería a «Que en vez de infierno encuentres gloria», la primera novela de la saga del policía Leo Martín) tiene, necesariamente, que llenarle de orgullo.
Relato ese encuentro como podría relatar otros muchos, decenas, de los que Rebeca y Lorenzo tuvieron a lo largo de los tres días que compartimos con ellos en Santa Clara. No sólo es que sean conocidos y reconocidos. Y respetados. Y admirados. Es que, por encima de todo, son queridos.
Son queridos, por supuesto, por los camareros y los clientes de los muchos bares, restaurantes, garitos, posadas, casas de comidas, terrazas y hasta antros que frecuentan, que los escritores de novela negra han de estar en contacto con la realidad, pero también por sus vecinos, sus compañeros de trabajo, los alumnos de sus talleres, los tenderos y la mitad de los transeúntes de la ciudad.
Y por los residentes del Barrio.
El Barrio. Ese Barrio que es un monstruo. El Barrio que nos viene roncando los cojones desde hace tantos años. Vosotros sabéis a qué me refiero, ¿verdad?
Pasear con Rebeca y Lorenzo por el Barrio, darle forma visual a algunos de los paisajes de sus novelas, reconocer la terminal de Ómnibus por la que transitara Leo o el descampado en que fue enterrada la cabeza de aquel famoso caballo descuartizado, pasear por el puente sobre el río de la ciudad que vio nacer al Cuco Mondongo o ver los totíes del Parque Vidal… todo ello es un privilegio del que hemos sido felices testigos, momentos que, como buenos lectores, nunca podremos olvidar.
Como inolvidable resulta conocer la casa natal del propio Lorenzo en el Barrio, a su vecina, tía y segunda madre, que nos invita a un goloso café. Y ver cómo todos los vecinos gritan a su paso un animoso, feliz y orgulloso»¡Hey Loreeenso!», no en vano, como le definiría el Corto, un santero de Santa Clara, Lorenzo es Internacional. ¡Y miembro de la UNIA! Y eso, en el Barrio, pesa mucho.
Había llovido esa tarde. A raudales. Una auténtica tromba de agua. Por eso, buena parte de los vecinos del Barrio estaban encerrados en sus casas, aunque con las puertas y las ventanas abiertas, que hacía calor. Se escuchaban las radios y las teles encendidas, bien altas. A la caída de la tarde, sin embargo, se empiezan a ver algunas mesas en las calles, y a la peña, jugando al dominó mientras bebe ron. O calambuco.
Paseando, volvemos al Parque Vidal, y nos tomamos una buena cerveza en la terraza de La Toscana, donde tocarán los Gímez en un rato. Pero esa noche no los escucharemos. Tenemos cita para cenar en el Amanecer de Roger, famoso por preparar los mejores mojitos de Cuba y, por extensión, del mundo entero. Y la noche la remataríamos, cómo no, en El Mejunje.
Pero todo ello da para otras historias. Porque si los protagonistas absolutos de nuestro viaje a Cuba han sido Lorenzo y Rebeca, quiénes nos acompañaron desde Cienfuegos, muchos otros han sido los actores secundarios que han contribuido a que, a nuestro regreso, Panchy, Pepe, Álvaro y yo nos mostráramos tristes y apesadumbrados, nostalgiosos y deseosos de volver a una Isla absolutamente mágica e hipnótica.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros