A mí también me gusta la comida saludable. Me gusta saludarla y, acto seguido, pasar a hincarle el diente a un buen chuletón, a unas morcillas o a una sabrosa fritura de pescado. De postre, también soy muy de saludar a la fruta pelada y troceada, pero prefiero un tentador pastel de chocolate recubierto de crujiente capa de chocolate y aderezado con crema de tres chocolates.
Y, sin embargo, hay que estar por los alimentos saludables. Es el mantra de los nuevos tiempos: lo saludable y lo sostenible, casi al mismo nivel de lo solidario. Hoy, las cosas son saludables, sostenibles y solidarias, o no son.
Hagan la prueba: cojan cualquier concepto del mundo en que vivimos y, después, adósenle alguno de los términos referidos. ¿No luce mucho más bonito, redondo y cerrado? ¿Cómo va a ser lo mismo un banal turista que practicar turismo sostenible? ¿No suena mejor afirmar que vivimos en un entorno saludable a decir que residimos en un adosado de la sexta fase de una urbanización?
Para un político y/o representante institucional, estos palabros son mano de santo, el bálsamo de Fierabrás que todo lo justifica. La construcción de una torre de fuerte impacto visual, por ejemplo, siempre se puede justificar por lo sostenible de sus viviendas y lo saludable de sus materiales de construcción. Además de por el empleo que genera, por supuesto.
Y como eso, todo. ¿Jugar al fútbol o al baloncesto con los amigos? ¿Calzarse las zapatillas y salir a correr? ¡No! Mucho mejor practicar actividades saludables. Que suelen ser sinónimo de pagar un pastón por control cardíaco, clases con monitores especializados, seguimiento nutricional, coaching, etcétera. Ya nos habíamos acostumbrado a echarnos la mano a la cartera cada vez que oíamos lo de “solidario” anexado a cualquier actividad, pero empieza a ser sospechoso el auge de “sostenibles” y “saludables”.
Jesús Lens